Por José Luis Alvite
Aunque su obra haya sido un descubrimiento muy tardío en mi desordenado acercamiento a la Pintura, he de reconocer la influencia que los cuadros de Edward Hopper han tenido en la confirmación de mi vieja idea de que el estado de ánimo de una persona no se puede expresar haciendo abstracción del ambiente casi autobiográfico que la rodea, hasta el punto de que hay momentos en los que en las decisiones de un hombre sus pensamientos tienen una influencia subalterna respecto del ambiente que lo rodea, sin descartar que los seres humanos somos propensos a frecuentar aquellos lugares que encontramos más acordes con nuestras emociones, bien porque son su reflejo estético, o, simplemente, porque constituyen su fermento. Es en la lineal geometría de las composiciones de Hopper donde he redescubierto el peso que tienen los ambientes cúbicos en la percepción de la soledad humana, más abrigada, y también más protegida, si los pinceles adoptan al distribuir la pintura esas ondulaciones barrocas, casi ropa, que producen cierta sensación de acogedora y fértil frondosidad. Si eres una chica desencantada y solitaria, te aconsejo que le eches un vistazo a esas habitaciones de hotel en las que describe Hopper la espera probablemente inútil de una mujer que se sienta en cama con los brazos abatidos sobre el regazo y le echa un vistazo al horario de los trenes que casi con toda certeza desistirá de tomar. O a la oficina con secretaria en la que la luz nos avisa de que han empezado a prescribir el trabajo, el día y la esperanza. Cualquiera que conozca el sinsabor de la noche se reencontrará con su propia historia mientras observa los "Nighthawks" de esa cafetería acristalada en la esquina municipal y genérica de cualquier ciudad, tres clientes desentendidos los unos de los otros, un barman que friega con rutina la abecedaria mierda cotidiana de la loza manida, casi un témpano de luz lamida, un entumecido patíbulo de hielo, en la solitaria zozobra de cualquier ciudad en la que la incierta alternativa de ir a cualquier parte puede ser precisamente la mejor excusa para no moverse del sitio. Ese hieratismo geométrico de Hopper me ha creado no poca angustia al descubrirlo, pero sin duda le debo al pintor norteamericano la confirmación de mi manera de entender el mundo como un lugar en el que la soledad es parte de lo más interesante que le puede ocurrir al hombre inquieto, no por lo que uno pueda aprender de ese frío dolor trigonométrico, de ese ofimático silencio, sino porque, como en esos desconsolados y estupefactos cuadros de Hopper, es la soledad casi radiactiva de la alcoba lo que nos crea la intriga de asomarnos a la ventana a ver como cruzan la calle, como balas de paja a merced del viento, los hombres y mujeres que salen de los cines destemplados por la inminente certeza de la realidad que les espera a este lado de la pantalla, al otro lado del cuadro, en los "after hours" en los que se cruzan sin palabras los halcones de la noche, las fulanas del arroyo, los policías al límite de su reputación y el tipo que toma notas en la barra pensando en escribir algún día en su periódico un artículo sombrío y estupefaciente en el que, con un poco de suerte, solo saldría viva la muerte.
Aunque su obra haya sido un descubrimiento muy tardío en mi desordenado acercamiento a la Pintura, he de reconocer la influencia que los cuadros de Edward Hopper han tenido en la confirmación de mi vieja idea de que el estado de ánimo de una persona no se puede expresar haciendo abstracción del ambiente casi autobiográfico que la rodea, hasta el punto de que hay momentos en los que en las decisiones de un hombre sus pensamientos tienen una influencia subalterna respecto del ambiente que lo rodea, sin descartar que los seres humanos somos propensos a frecuentar aquellos lugares que encontramos más acordes con nuestras emociones, bien porque son su reflejo estético, o, simplemente, porque constituyen su fermento. Es en la lineal geometría de las composiciones de Hopper donde he redescubierto el peso que tienen los ambientes cúbicos en la percepción de la soledad humana, más abrigada, y también más protegida, si los pinceles adoptan al distribuir la pintura esas ondulaciones barrocas, casi ropa, que producen cierta sensación de acogedora y fértil frondosidad. Si eres una chica desencantada y solitaria, te aconsejo que le eches un vistazo a esas habitaciones de hotel en las que describe Hopper la espera probablemente inútil de una mujer que se sienta en cama con los brazos abatidos sobre el regazo y le echa un vistazo al horario de los trenes que casi con toda certeza desistirá de tomar. O a la oficina con secretaria en la que la luz nos avisa de que han empezado a prescribir el trabajo, el día y la esperanza. Cualquiera que conozca el sinsabor de la noche se reencontrará con su propia historia mientras observa los "Nighthawks" de esa cafetería acristalada en la esquina municipal y genérica de cualquier ciudad, tres clientes desentendidos los unos de los otros, un barman que friega con rutina la abecedaria mierda cotidiana de la loza manida, casi un témpano de luz lamida, un entumecido patíbulo de hielo, en la solitaria zozobra de cualquier ciudad en la que la incierta alternativa de ir a cualquier parte puede ser precisamente la mejor excusa para no moverse del sitio. Ese hieratismo geométrico de Hopper me ha creado no poca angustia al descubrirlo, pero sin duda le debo al pintor norteamericano la confirmación de mi manera de entender el mundo como un lugar en el que la soledad es parte de lo más interesante que le puede ocurrir al hombre inquieto, no por lo que uno pueda aprender de ese frío dolor trigonométrico, de ese ofimático silencio, sino porque, como en esos desconsolados y estupefactos cuadros de Hopper, es la soledad casi radiactiva de la alcoba lo que nos crea la intriga de asomarnos a la ventana a ver como cruzan la calle, como balas de paja a merced del viento, los hombres y mujeres que salen de los cines destemplados por la inminente certeza de la realidad que les espera a este lado de la pantalla, al otro lado del cuadro, en los "after hours" en los que se cruzan sin palabras los halcones de la noche, las fulanas del arroyo, los policías al límite de su reputación y el tipo que toma notas en la barra pensando en escribir algún día en su periódico un artículo sombrío y estupefaciente en el que, con un poco de suerte, solo saldría viva la muerte.
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