Llegué a Caracas sobre las tres de la tarde del sábado. El paso por la aduana fue rápido y mi primer contacto con Venezuela fue, precisamente, laagente de aduanas, una chica joven con tetas de silicona que lejos de la proverbial dulzura venezolana ostentaba un gesto más propio de un rape quede un homínido. Teóricamente me estaban esperando en el aeropuerto, pero mis anfitrionesde la UCV (Universidad Central de Venezuela) no se aclararon bien y, unos por otros, la cuestión es que allí no había nadie. Cuando uno sale al vestíbulo del aeropuerto de Caracas y nadie lo estáesperando, se siente como ese ñu viejo y cojo que va quedando rezagado de lamanada en la planicie del Okavango: en cuestión de minutos surgen de la nada (bueno, de la multitud de cuerpos que allí se agolpan) como una docena dedepredadores que empiezan a ofrecerte todo tipo de servicios (cambio demoneda, taxi, transporte de maletas...). Después de rechazar todos susservicios y arrepentirte ad infinitum de no haber anotado en un papelito losteléfonos de alguno de los profesores y habida cuenta de que dados lospersonajes que allí se concitan, no procede sacar un ordenador portátil dela mochila y ponerte a mirar la agenda, me fui a preguntarle a dos chicos deun puesto de información turística cuál era el método más seguro para quetodo mi cuerpo llegara sano y salvo a Caracas, separado 30 km delaeropuerto. Me recomendaron que tomara unos taxis negros muy caros quecobran 150 000 bolívares (50 euros al cambio oficial o 19 al cambio«paralelo»). Ya en el taxi, camino de Caracas, empiezo a llamar a algunos profesores (arazón de 4 euros el minuto desde mi móvil), dejo recados en un par decontestadores automáticos, pero no consigo hablar con nadie. Me dirijo alhotel que me habían indicado, el Altamira Suites. El taxista habla conmigo una especie de español convulsivo y mascullado,que casi no entiendo, pero comprendo que es casi cervantino comparado con elque habla con su hijo que, en cierto momento, lo llamó al «celular». De laconversación que tuvieron, lo único que alcancé a entender fue algo así como«¡moñoño moñoño!». Llegué al hotel, me presenté y me dijeron que era un placer conocerme,pero que yo no tenía habitación en su confortable establecimiento. Por fin,sonó el teléfono y me llamó una de mis anfitrionas. Se disculpó y me dijoque les habían cancelado la reserva en ese hotel y que ahora llamaba a unascolegas para que vinieran a buscarme y llevarme al otro, al Hotel Alba (alotrora Caracas Hilton, que al igual que su homólogo habanero, acaba de sernacionalizado por Chávez). En lo que eran los jardines del hotel, Chávez losha convertido en «cultivos hidropónicos urbanos y periurbanos». Supongo quela especialidad es pepinos a la dióxide de carbonara à la tube d'escape. Yme dijo la profesora que menos mal que había bajado en un taxi de esosporque el año pasado, a otro profesor invitado (al que también debieron deolvidar ir a recoger) se había tomado un taxi «normal» y lo asaltaron caminode Caracas (seguramente, conchabados con el propio taxista). Chévere. Llegamos al Hotel Alba (una torre enorme en el centro de la ciudad) y mefui a recepción. También me habían cancelado la reserva porque era más tardede las cuatro de la tarde. Logramos arreglarlo y me dieron la habitación213. Cuando ya me iba a la habitación, pregunté: «¿Tiene Internet tal comopone el folleto del hotel?». Y no, no tenía, así que me cambiaron lahabitación: 1031. Los profesores se fueron a un restaurante italiano delhotel a esperarme y yo subí a ducharme. Al llegar, la llave no solo no abríala puerta sino que del interior de la habitación salían unos sonidos que mehacían pensar que estaba ocupada y que sus ocupantes estaban, a su vez,ocupados en algún tipo de juego. Sospecho que un hombre y una mujer jugabana pasarse una pelota de baloncesto porque se oía como un gemido del hombre,luego un golpe --como cuando un balón te golpea la barriga-- y luego unquejido leve de ella o quizá era un gesto de esfuerzo al recoger la pelota.Esta sucesión de sonidos se repetía unas tres veces por segundo. Visto lo visto, bajé a recepción, les dije que la llave no abría y queademás, parecía haber gente, y me dieron otra llave de otra habitación: la1637, en la que estoy actualmente. Me duché, bajé y mis anfitriones estaban tomándose unos cubalibres, asíque imaginé que había que acompañarlos y me pedí otro, pensando que era lahora de las copas (sobre las siete de la tarde). Pero resulta que no, quecomo en este país no hay tradición de vino, la gente cena con un whisky o uncubata en la mano. Así que mi primera cena caraqueña fue antipasto conalcohol. La combinación del cansancio por el desfase horario, la comida y elalcohol, no tardó en obrar: estaba borracha y devastada, así que subí aacostarme. Hubiera preferido ir a dar un paseo por los alrededores delhotel, pero mis anfitriones me dijeron que no se me ocurriera pisar la callede noche y menos las calles que rodean mi hotel. No en vano, cuando se poneel sol todo el mundo huye a sus casas y se produce un curioso efecto deselección natural: todas las personas que te cruzarías caminando de nochepor la calle tienen la sola intención introducir algún objeto metálicodentro de tu cuerpo por vía parenteral, cutánea o rectal. Al día siguiente me levanté y me metí en la ducha, pero el agua salía casifría. Me duché bramando en arameo y bajé a desayunar. Llamé el ascensor,pero no venía, bajé un piso (al 15.º) y vi que pasaba lo mismo, volví a lahabitación para avisar a recepción, pero no funcionaba el teléfono, así queme bajé los 16 pisos por la escalera de emergencia. Al llegar a recepción medijeron que no había luz en el edificio y que me fuera a desayunar a lacalle, a un bar de comida venezolana en el que también podían darmedesayunar. Ah, me había dejado la cartera en la habitación (al fin y alcabo, solo había bajado a desayunar), así que tuve que subir, pero no sabíapor dónde. Las escaleras de emergencia permitían salir, pero no entrar yninguno de los guardias de seguridad del vestíbulo sabía cómo hacer parasubir, pero tampoco pensaban averiguarlo por mí (quizá por eso nadie sehabía tomado la molestia de subir a avisar a las docenas de huéspedes queesperaban, jaja, el ascensor, cargados de maletas para el aeropuerto en lasdiversas plantas). Visto el panorama, abrí de una patada una puerta de lazona de servicio y cocinas y me busqué la vida para llegar a lashabitaciones. Al salir del hotel, comprobé por qué no se podía pasear por la noche porsus inmediaciones: si de día ya acojonaba, de noche, debía de ser como unapeli gore. Delante del «bar típico venezolano» que me había recomendado el premionobel de la recepción parecían estar rodando el videoclip Thriller deMichael Jackson, tal era el porte de los sujetos que caminaban dandotraspiés o arrastrando sus extremidades por la acera y emitiendo sonidosguturales. Como la mujer de Lot, atravesé el grupo de sujetos sin miraratrás y entré en aquel establecimiento movido por un hambre canina. El desayuno estuvo bien: un jugo de naranja natural, una arepa de atún yun café con leche por dos irrisorios euros. Ah, y espectáculo gratis:mientras desayunaba, entró en el local un «malandro» (delincuente) a pedirledinero al jefe y ahí me di cuenta de que en caso de problemas, nadie te va aayudar (sus propios camareros seguían trabajando, pero vigilando al tipo dereojo y buscando, supongo, el lugar en el que se echarían cuerpo a tierra siempezaba la balacera). Viendo los ademanes del tipo que ante la negativa deljefe, echaba la mano a la cintura, yo también evalué si la mesa en la quedesayunaba podía parar unas cuantas balas. Como nadie tenía la certeza deque el tipo tuviera un arma bajo la camiseta, el jefe se metió detrás de labarra sin darle la espalda y echó mano de un objeto pesado que acabó porconvencer al tipo para abandonar el local, como vampiro ante agua bendita.Debía de ser un crucifijo o una recortada, pero creo que era una recortada.Comí el resto de la arepa notando cómo el corazón me latía en la boca (¿seráesto la famosa pasión latina?) y me fui impresionada. De ahí me fui a una calle contigua en la que había un mercado popularcallejero de comida. Como había mucha policía y ejército, me pareció unsitio seguro y comprobé que en la Venezuela chavista empiezan a escasearbienes de primera necesidad (leche, azúcar) lo que provoca colas de miles decientos de metros para conseguir estos productos. Además, otros productos notan básicos, pero tan comunes como unos Krispies de Kellogg's, también handesaparecido porque los fabricantes han sido invitados a irse del país o leshan expropiado la fábrica o temen por su integridad. El resto del domingo me lo pasé recorriendo Caracas con Luis y Carlota,dos colegas amabilísimos que me cuidaron mucho. Él es español (llevaveintidós años aquí) y ella es caraqueña. Me enseñaron El Hatillo (unmunicipio que pertenece a Caracas) y otras zonas residenciales y tranquilasde la ciudad muy agradables. Visitamos la Universidad Simón Bolívar, ubicadaen una antigua hacienda, preciosa y llena de zonas verdes, y nos fuimos acomer un «pabellón criollo» mientras caía una manta de agua y una granizadade aúpa. Luis y Carlota me hablaron de la situación del país (para echarse allorar) y me dieron consejos sobre seguridad y cosas que hacer en la ciudad.Esa noche no cené, porque mi cuerpo ya no aceptaba más alimentos a base deharina. A Luis, hace diez años, lo secuestraron dos tipos. Le sacaron todo eldinero que tenía encima y en las tarjetas y lo fueron paseando por cajeros yluego por barriadas a las que iban a comprar droga para metérsela. Élintentaba establecer un vínculo con ellos para que no le hicieran nada, perono debió de hacerlo bien porque cuando ya no les sirvió como fuente deingresos ni como chófer, decidieron darle boleto: se lo llevaron a undescampado y le metieron dos tiros. El primer tiro no le dio (estaba muydrogado) y el siguiente se encasquilló, así que el segundo fulano decidióasfixiarlo, pero como estaba muy drogado también pensó que lo había matadocuando perdió el conocimiento. En esos casos, nadie denuncia, pero él recurrió a un intermediario con lapolicía para averiguar quiénes le habían hecho eso, y el propio policía ledijo que por 100 euros les daba boleto a los dos. Luis decidió no cargar conese peso a sus espaldas, y pensó en lo que el agente también le había dicho:que esos acabarían muertos por sus propios medios. Y así fue. Ayer estuve en sitios magníficos, en casa de la familia de Carlota y hoyestuve paseando por la universidad, en un restaurante muy agradable y en unclub de jazz delicioso, y era como estar en otra ciudad y en otro país. Todoera magnifico y sabroso. Y esa es precisamente la característica de Caracas:puedes estar viviendo distintas realidades, cosas bellas y sórdidas dentrode una misma ciudad. En Caracas, de lo más sublime al infierno solo hay doscalles de distancia y unas horas de luz.
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