Por Slavoj Zizek
"La nueva lucha de clases. Los regufiados y el terror"
Editorial Anagrama 2016
Para
restaurar el núcleo emancipador de la idea de Europa, hay toda una
serie de tabúes en la izquierda - actitudes que hacen que algunos
temas se conviertan en intocables y sea mejor dejarlos en paz - que
habría que romper.
El
primer tabú que hay que descartar de manera implacable es la
ecuación que equipara cualquier referencia al legado emancipador
europeo con el imperialismo cultural y el racismo: mucha gente de
izquierdas tiende a desdeñar cualquier mención de los «valores
europeos» como si fuera una forma ideológica del colonialismo
eurocéntrico. A pesar de la responsabilidad (parcial) de Europa en
la situación de la cual huyen los refugiados, ha llegado el momento
de abandonar el mantra en de la izquierda según el cual nuestra
tarea básica es la crítica del eurocentrismo. La lección que hay
que extraer del mundo posterior al 11-S es que el sueño de Francis
Fukuyama de una democracia liberal global se ha mostrado ilusorio,
pero a nivel económico el capitalismo ha triunfado en todo el orbe:
las naciones del Tercer Mundo (China, Vietnam...) que lo suscriben
son aquellas que crecen a un ritmo más espectacular.
El
capitalismo global no tiene ningún problema a la hora de adaptarse a
una pluralidad de religiones, culturas y tradiciones locales; de
hecho, la máscara de la diversidad cultural la sustenta el presente
universalismo del capital global, y este nuevo capitalismo global
funciona aún mejor si se organiza políticamente según los así
llamados «valores asiáticos», esto es, de manera autoritaria. De
manera que la cruel ironía del antieurocentrismo es que, en nombre
del anticolonialismo, se critica a Occidente justo en el mismo
momento histórico en que el capitalismo global ya no necesita los
valores culturales occidentales para que todo vaya sobre ruedas, y se
las apaña bastante bien con la «modernidad alternativa»: la forma
no democrática de modernización capitalista que se da en el
capitalismo asiático. En resumen, se tiende a rechazar los valores
culturales occidentales justo en el momento en que, reinterpretados
de manera crítica, muchos de ellos (igualitarismo, derechos
fundamentales, Estado del bienestar) podrían servir de arma contra
la globalización capitalista. ¿Acaso hemos olvidado que toda la
idea de la emancipación comunista, tal como la concibió Marx, es
absolutamente «eurocéntrica»?
El
siguiente tabú que hay que abandonar es la idea de que la protección
de nuestro modo de vida occidental es en sí misma una categoría
protofascista o racista. La idea es más o menos así: si protegemos
nuestro modo de vida, favorecemos a la oleada antiinmigración que
campa por toda Europa, y cuya manifestación más reciente es el
hecho de que, en Suecia, el partido demócrata antiinmigración
Sverigedemokraterna ha superado por primera vez a los
socialdemócratas y se ha convertido en la fuerza más poderosa del
país.
No
obstante, también se puede abordar el problema de cómo la gente
corriente ve amenazado su modo de vida desde el punto de vista de la
izquierda, algo de lo que el político demócrata estadounidense
Bernie Sanders es la prueba evidente. La verdadera amenaza a nuestro
modo de vida comunitario no son los extranjeros, sino la dinámica
del capitalismo global: sólo en los Estados Unidos, los últimos
cambios económicos han contribuido más a destruir la vida
comunitaria en las ciudades pequeñas - el modo en que la gente
corriente participa en los acontecimientos políticos y se esfuerza
por resolver sus problemas locales de manera colectiva - que todos
los inmigrantes juntos.
La
reacción habitual de la izquierda ante todo esto suele ser un
estallido de moralismo arrogante: en el momento en que de alguna
manera aceptamos la «protección de nuestro modo de vida», ya
comprometemos nuestra posición, pues estamos proponiendo una versión
más modesta de lo que los populistas antiinmigración defienden
abiertamente. ¿Acaso no ha sido ésta la historia de las últimas
décadas? Los partidos centristas rechazan el abierto racismo de los
populistas antiinmigración, pero al mismo tiempo afirman «comprender
las preocupaciones» de la gente corriente y poner en práctica una
versión más «racional» de las mismas políticas. La auténtica
respuesta de izquierdas a este moralismo liberal es qué, en lugar de
rechazar la «protección de nuestro modo de vida» como tal, habría
que demostrar que lo que proponen los populistas antiinmigración
como defensa de nuestro modo de vida de hecho supone una amenaza
mayor que todos los inmigrantes juntos.
El
siguiente tabú que la izquierda debe romper y abandonar es el de
prohibir cualquier crítica al islam tachándola de «islamofobia»,
una auténtica imagen especular de la demonización populista
antiinmigración del islam: hay que acabar ya con ese miedo
patológico de muchos izquierdistas en Occidente a ser culpables de
islamofobia. Salman Rushdie fue denunciado y condenado por provocar
de manera innecesaria a los musulmanes, lo que lo convertía (al
menos parcialmente) en responsable de la fatua que lo condenaba a
muerte: de golpe, el quid de la cuestión ya no era la fatua en sí,
sino el modo en que podíamos haber excitado la ira de los
gobernantes islamistas de Iran.
El
resultado de dicho punto de vista es el esperable en tales casos:
cuanto más profundizan en su culpa la izquierda liberal de
Occidente, más los acusan los fundamentalistas musulmanes de ser
unos hipócritas que intentan ocultar su odio hacia el islam. Esta
constelación reproduce perfectamente la paradoja del superego:
cuanto más obedeces lo que la agencia pseudomoral te exige, más
culpable eres: es como si cuanto más toleraras el islam, mayor fuera
la presión que ejerce sobre ti. Y podemos estar seguros de que lo
mismo ocurre con la afluencia de inmigrantes: cuanto más esté
dispuesta a aceptarlos Europa Occidental, más culpable se sentirá
de no haber aceptado un número aún mayor de ellos, y nunca
tendremos suficientes. Y con los que tenemos ya en Europa, cuanto más
tolerantes nos mostremos hacia su modo de vida, más culpables nos
harán sentir por no practicar la suficiente tolerancia.
Por
ejemplo: a sus hijos no se les sirve cerdo en las escuelas, pero ¿y
si el cerdo que comen los demás les molesta?; a las niñas se les
permite cubrirse en las escuelas, pero ¿y si las europeas que
enseñan el ombligo les molestan?; su religión es tolerada, pero no
se la trata con el debido respeto; etc., etc. La premisa tácita de
los críticos de la islamofobia es que el islam de algún modo opone
resistencia al capitalismo global, que se trata del obstáculo más
poderoso a su expansión sin cortapisas; y, por consiguiente, sean
cuales sean las reservas que nos plantee, desde un punto de vista
práctico deberíamos pasarlas por alto en nombre de la solidaridad
en la Gran Lucha. Esta premisa hay que rechazarla de manera radical e
inequívoca. Las alternativas políticas que proporciona el islam
pueden identificarse claramente; van del nihilismo fascista, que
parasita el capitalismo, a lo que representa Arabia Saudí; ¿podemos
imaginar un país más integrado en el capitalismo global que Arabia
Saudí o cualquiera de los Emiratos? Lo máximo que el islam puede
ofrecer, en su versión moderada, es otro tipo de «modernidad
alternativa» más, una visión del capitalismo sin sus antagonismos,
que no puede sino parecerse al fascismo.
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