"Ás catro da mañá, nunca se sabe se é demasiado tarde, ou demasiado cedo". Woody Allen







miércoles, 20 de abril de 2016

Romper los tabúes de la izquierda. Por Slavoj Žižek




Por Slavoj Zizek
"La nueva lucha de clases. Los regufiados y el terror"
Editorial Anagrama 2016

Para restaurar el núcleo emancipador de la idea de Europa, hay toda una serie de tabúes en la izquierda - actitudes que hacen que algunos temas se conviertan en intocables y sea mejor dejarlos en paz - que habría que romper.

El primer tabú que hay que descartar de manera implacable es la ecuación que equipara cualquier referencia al legado emancipador europeo con el imperialismo cultural y el racismo: mucha gente de izquierdas tiende a desdeñar cualquier mención de los «valores europeos» como si fuera una forma ideológica del colonialismo eurocéntrico. A pesar de la responsabilidad (parcial) de Europa en la situación de la cual huyen los refugiados, ha llegado el momento de abandonar el mantra en de la izquierda según el cual nuestra tarea básica es la crítica del eurocentrismo. La lección que hay que extraer del mundo posterior al 11-S es que el sueño de Francis Fukuyama de una democracia liberal global se ha mostrado ilusorio, pero a nivel económico el capitalismo ha triunfado en todo el orbe: las naciones del Tercer Mundo (China, Vietnam...) que lo suscriben son aquellas que crecen a un ritmo más espectacular.

El capitalismo global no tiene ningún problema a la hora de adaptarse a una pluralidad de religiones, culturas y tradiciones locales; de hecho, la máscara de la diversidad cultural la sustenta el presente universalismo del capital global, y este nuevo capitalismo global funciona aún mejor si se organiza políticamente según los así llamados «valores asiáticos», esto es, de manera autoritaria. De manera que la cruel ironía del antieurocentrismo es que, en nombre del anticolonialismo, se critica a Occidente justo en el mismo momento histórico en que el capitalismo global ya no necesita los valores culturales occidentales para que todo vaya sobre ruedas, y se las apaña bastante bien con la «modernidad alternativa»: la forma no democrática de modernización capitalista que se da en el capitalismo asiático. En resumen, se tiende a rechazar los valores culturales occidentales justo en el momento en que, reinterpretados de manera crítica, muchos de ellos (igualitarismo, derechos fundamentales, Estado del bienestar) podrían servir de arma contra la globalización capitalista. ¿Acaso hemos olvidado que toda la idea de la emancipación comunista, tal como la concibió Marx, es absolutamente «eurocéntrica»?

El siguiente tabú que hay que abandonar es la idea de que la protección de nuestro modo de vida occidental es en sí misma una categoría protofascista o racista. La idea es más o menos así: si protegemos nuestro modo de vida, favorecemos a la oleada antiinmigración que campa por toda Europa, y cuya manifestación más reciente es el hecho de que, en Suecia, el partido demócrata antiinmigración Sverigedemokraterna ha superado por primera vez a los socialdemócratas y se ha convertido en la fuerza más poderosa del país.

No obstante, también se puede abordar el problema de cómo la gente corriente ve amenazado su modo de vida desde el punto de vista de la izquierda, algo de lo que el político demócrata estadounidense Bernie Sanders es la prueba evidente. La verdadera amenaza a nuestro modo de vida comunitario no son los extranjeros, sino la dinámica del capitalismo global: sólo en los Estados Unidos, los últimos cambios económicos han contribuido más a destruir la vida comunitaria en las ciudades pequeñas - el modo en que la gente corriente participa en los acontecimientos políticos y se esfuerza por resolver sus problemas locales de manera colectiva - que todos los inmigrantes juntos.


La reacción habitual de la izquierda ante todo esto suele ser un estallido de moralismo arrogante: en el momento en que de alguna manera aceptamos la «protección de nuestro modo de vida», ya comprometemos nuestra posición, pues estamos proponiendo una versión más modesta de lo que los populistas antiinmigración defienden abiertamente. ¿Acaso no ha sido ésta la historia de las últimas décadas? Los partidos centristas rechazan el abierto racismo de los populistas antiinmigración, pero al mismo tiempo afirman «comprender las preocupaciones» de la gente corriente y poner en práctica una versión más «racional» de las mismas políticas. La auténtica respuesta de izquierdas a este moralismo liberal es qué, en lugar de rechazar la «protección de nuestro modo de vida» como tal, habría que demostrar que lo que proponen los populistas antiinmigración como defensa de nuestro modo de vida de hecho supone una amenaza mayor que todos los inmigrantes juntos.

El siguiente tabú que la izquierda debe romper y abandonar es el de prohibir cualquier crítica al islam tachándola de «islamofobia», una auténtica imagen especular de la demonización populista antiinmigración del islam: hay que acabar ya con ese miedo patológico de muchos izquierdistas en Occidente a ser culpables de islamofobia. Salman Rushdie fue denunciado y condenado por provocar de manera innecesaria a los musulmanes, lo que lo convertía (al menos parcialmente) en responsable de la fatua que lo condenaba a muerte: de golpe, el quid de la cuestión ya no era la fatua en sí, sino el modo en que podíamos haber excitado la ira de los gobernantes islamistas de Iran.

El resultado de dicho punto de vista es el esperable en tales casos: cuanto más profundizan en su culpa la izquierda liberal de Occidente, más los acusan los fundamentalistas musulmanes de ser unos hipócritas que intentan ocultar su odio hacia el islam. Esta constelación reproduce perfectamente la paradoja del superego: cuanto más obedeces lo que la agencia pseudomoral te exige, más culpable eres: es como si cuanto más toleraras el islam, mayor fuera la presión que ejerce sobre ti. Y podemos estar seguros de que lo mismo ocurre con la afluencia de inmigrantes: cuanto más esté dispuesta a aceptarlos Europa Occidental, más culpable se sentirá de no haber aceptado un número aún mayor de ellos, y nunca tendremos suficientes. Y con los que tenemos ya en Europa, cuanto más tolerantes nos mostremos hacia su modo de vida, más culpables nos harán sentir por no practicar la suficiente tolerancia.

Por ejemplo: a sus hijos no se les sirve cerdo en las escuelas, pero ¿y si el cerdo que comen los demás les molesta?; a las niñas se les permite cubrirse en las escuelas, pero ¿y si las europeas que enseñan el ombligo les molestan?; su religión es tolerada, pero no se la trata con el debido respeto; etc., etc. La premisa tácita de los críticos de la islamofobia es que el islam de algún modo opone resistencia al capitalismo global, que se trata del obstáculo más poderoso a su expansión sin cortapisas; y, por consiguiente, sean cuales sean las reservas que nos plantee, desde un punto de vista práctico deberíamos pasarlas por alto en nombre de la solidaridad en la Gran Lucha. Esta premisa hay que rechazarla de manera radical e inequívoca. Las alternativas políticas que proporciona el islam pueden identificarse claramente; van del nihilismo fascista, que parasita el capitalismo, a lo que representa Arabia Saudí; ¿podemos imaginar un país más integrado en el capitalismo global que Arabia Saudí o cualquiera de los Emiratos? Lo máximo que el islam puede ofrecer, en su versión moderada, es otro tipo de «modernidad alternativa» más, una visión del capitalismo sin sus antagonismos, que no puede sino parecerse al fascismo.

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