Jorge Semprún, "Los niños judios". Páxinas 168-172 do seu libro "El largo viaje"
“Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte, en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada de piedra de las águilas nazis y entre las risas de los S.S., en nombre de esta misma muerte.
Los niños judíos no llegaron a media noche, como nosotros, llegaron bajo la luz gris de la tarde. Era el último invierno de aquella guerra, el invierno más frío de esta guerra cuya suerte se decidió en medio del frío y de la nieve. Los alemanes habían sido expulsados de sus posiciones por una gran ofensiva soviética que se desplegaba a través de Polonia, y evacuaban, cuando tenían tiempo, a los deportados que habían reunido en los campos de Polonia. Nosotros, cerca de Weimar, en el bosque de hayas por encima de Weimar, veíamos llegar, durante días y semanas, aquellos convoyes de evacuados. Los árboles estaban cubiertos de nieve, cubiertas de nieve las carreteras, y en el campo de cuarentena nos hundíamos en la nieve hasta la rodilla. Los judios de Polonia llegaban apiñados en vagones de mercancías, cerca de doscientos por vagón, y habían viajado durante días y días sin comer ni beber, en el frío de este invierno que fue el más frío de toda la guerra. En la estación del campo, cuando se abrían las puertas corredizas, nada se movía, la mayoría de los judíos habían muerto de pie, muertos de frío, muertos de hambre, y era preciso descargar los vagones como si hubiesen transportado leña, por ejemplo, y los cadáveres caían, rígidos, en el andén de la estación, donde los apilaban para llevarlos despúés, por camiones enteros, directamente al crematorio. Pese a todo, había supervivientes, había judíos vivos todavía, moribundos en medio de aquel amontonamiento de cadáveres helados en los vagones. Un día, en uno de aquellos vagones en que había supervivientes, al apartar el montón de cadáveres congelados, pegados a menudo unos a otros por sus ropas rígidas, se descubrió un grupo de niños judíos. De repente, en el andén de la estación, sobre la nieve y entre los árboles cubiertos de nieve, apareció un grupo de niños judíos, unos quince más o menos, mirando a su alrededor, con cara asombrada, mirando los cadáveres apilados como troncos de árboles ya podados y apilados al borde de las carreteras, esperando ser transportados a otro lugar, miranod los árboles y la nieve sobre los árboles, mirando como solo miran los niños. Y los S.S. al principio parecían molestos, como si no supieran qué hacer con aquellos niños de ocho a doce años, poco más o menos, aunque algunos, por su extrema delgadez y la expresión de sus rostros parecieran ancianos. Se hubiera dicho que, en primer lugar, lo S.S. no supieron qué hacer con estos niños y los reunieron en un rincón, tal vez para tener tiempo de pedir instrucciones, mientras escoltaban por la gran avenida las escasas decenas de adultos supervivientes de aquel convoy..
Y una parte de aquellos supervivientes tadavía tendrá tiempo para morir, antes de llegar a la puerta de entrada del campo, pues recuerdo que se veía a algunos de estos supervivientes derrumbarse en el camino, como si su vida latente en medio del amontonamiento de los cadáveres helados de los vagones se apagara de repente, algunos caían de repente, derechos, como árboles fulminados, de bruces sobre la nieve sucia y en ocasiones fangosa de la avenida, en medio de la nieve inmaculada sobre las altas hayas estremnecidas, otros cayendo de rodillas primero, haciendo esfuerzos para levantarse, para arrastrarse todavía unos metros más, quedando finalmente tendidos, con los brazos estirados hacia adelante, con las manos descarnadas arañando la nieve, se hubiera dicho como en una última tentativa de arrastrarse unos centímetros más hacia aquella puerta de allá abajo, como si aquella puerta estuviera al final de la nieve y del invierno y de la muerte.
Pero al final, sólo quedó en el andén de la estación esa quincena de niños judíos. Los S.S. Regresaron en tromba, entonces, como s hubieran tecibido instrucciones precisas, o tal vez les hubieran dado carta blanca, quizá ya les habían permitido improvisar la manera como iban a matar a aquellos niños. De todas formas volvieron en tromba, con perros, se reían estrepitosamente, se gritaban bromas que les hacían estallar en carcajadas. Se desplegaron en arc de círculo y empujaron ante ellos, por la gran avenida, a aquellos qince niños judíos. Lo recuerdo, los chavales miraban a su alrededor, miraban a los S.S., debían creer al principio que les escoltaban sencillamente hacia el campo, como habían visto hacer con los mayores unos momentos antes. Pero los S.S. soltaron a los perros y empezaron a golpear con las porras a los niños, para obligarles a correr, para hacer arrancar esa montería por la gran avenida, esta caza que habían inventado, o que les habían ordenado organizar, y los niños judíos, bajo los porrazos, maltratados por los perros que saltaban a su alrededor, mordiéndoles en las piernas, sin ladrar ni gruñir, pues eran perros amaestrados, los niños judíos echaron a correr por la gran avenida hacia la puerta del campo Quizás en aquel momento, no comprendieron todavía lo que les esperaba, quizá pensaron que se trataba solamente de una última vejación, antes de dejarles entrar en el campo. Y los niños corrían, con sus enormes gorras de larga visera hundidas hasta las orejas, y sus piernas se movían de manera de manera torpe, a la vez lenta y sincopada, como cuando en el cine se proyectan viejas películas mudas, o como en las pesadillas en las que se corre con todas las fuerzas sin llegar a avanzar un solo paso[, y lo que nos persigue está a punto de alcanzarnos, nos alcanza ya, y nos despertamos en medio de sudores fríos, y aquello, aquella jauría de perrros y de S.S. que corría detrás de los niños judíos bien pronto devoró a los más débiles de entre ellos, a los que solo tenían ocho años quizás, a los que pronto perdieron las fuerzas para moverse, y que eran derribados, pisoteados, apaleados por el suelo, y que quedaban tendidos a lo largo de la avenida, jalonando cn sus cuerpos flacos, dislocados, la progresión de aquella montería, de esta jauría que se arrojaba sobre ellos.
Pronto no quedaron más que dos, uno mayor y otro pequeño, que habían perdido sus gorras en la carrera desesperada, y cuyos ojos brillaban como reflejos de hielo en sus rostros grises, y el más pequeño comenzaba ya a perder terreno, los S.S aullaban detrás de ellos, y los perros también comenzaron a aullar, pues el olor a sangre los volvía locos, y entonces el mayor de los niños aminoró la marcha para coger de la mano al más pequeño, que ya iba tropezando, y recorrieron juntos unos cuantos metros más, la mano derecha del mayor apretando la mano izquierda el pequeño, rectos, hasta que los porrazos les derribaron juntos, con la cara sobre la tierra y las manos unidas ya para siempre. Los S.S. reunieron a los perros, que gruñían, y rehicieron el camino al revés, disparando a bocajarro una bala en la cabeza de cada uno de los niños, caídos en la gran avenida, bajo la mirada vacía de las águilas hitlerianas.”
Jorge Semprún "El largo viaje". pax 168-172
“Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte, en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada de piedra de las águilas nazis y entre las risas de los S.S., en nombre de esta misma muerte.
Los niños judíos no llegaron a media noche, como nosotros, llegaron bajo la luz gris de la tarde. Era el último invierno de aquella guerra, el invierno más frío de esta guerra cuya suerte se decidió en medio del frío y de la nieve. Los alemanes habían sido expulsados de sus posiciones por una gran ofensiva soviética que se desplegaba a través de Polonia, y evacuaban, cuando tenían tiempo, a los deportados que habían reunido en los campos de Polonia. Nosotros, cerca de Weimar, en el bosque de hayas por encima de Weimar, veíamos llegar, durante días y semanas, aquellos convoyes de evacuados. Los árboles estaban cubiertos de nieve, cubiertas de nieve las carreteras, y en el campo de cuarentena nos hundíamos en la nieve hasta la rodilla. Los judios de Polonia llegaban apiñados en vagones de mercancías, cerca de doscientos por vagón, y habían viajado durante días y días sin comer ni beber, en el frío de este invierno que fue el más frío de toda la guerra. En la estación del campo, cuando se abrían las puertas corredizas, nada se movía, la mayoría de los judíos habían muerto de pie, muertos de frío, muertos de hambre, y era preciso descargar los vagones como si hubiesen transportado leña, por ejemplo, y los cadáveres caían, rígidos, en el andén de la estación, donde los apilaban para llevarlos despúés, por camiones enteros, directamente al crematorio. Pese a todo, había supervivientes, había judíos vivos todavía, moribundos en medio de aquel amontonamiento de cadáveres helados en los vagones. Un día, en uno de aquellos vagones en que había supervivientes, al apartar el montón de cadáveres congelados, pegados a menudo unos a otros por sus ropas rígidas, se descubrió un grupo de niños judíos. De repente, en el andén de la estación, sobre la nieve y entre los árboles cubiertos de nieve, apareció un grupo de niños judíos, unos quince más o menos, mirando a su alrededor, con cara asombrada, mirando los cadáveres apilados como troncos de árboles ya podados y apilados al borde de las carreteras, esperando ser transportados a otro lugar, miranod los árboles y la nieve sobre los árboles, mirando como solo miran los niños. Y los S.S. al principio parecían molestos, como si no supieran qué hacer con aquellos niños de ocho a doce años, poco más o menos, aunque algunos, por su extrema delgadez y la expresión de sus rostros parecieran ancianos. Se hubiera dicho que, en primer lugar, lo S.S. no supieron qué hacer con estos niños y los reunieron en un rincón, tal vez para tener tiempo de pedir instrucciones, mientras escoltaban por la gran avenida las escasas decenas de adultos supervivientes de aquel convoy..
Y una parte de aquellos supervivientes tadavía tendrá tiempo para morir, antes de llegar a la puerta de entrada del campo, pues recuerdo que se veía a algunos de estos supervivientes derrumbarse en el camino, como si su vida latente en medio del amontonamiento de los cadáveres helados de los vagones se apagara de repente, algunos caían de repente, derechos, como árboles fulminados, de bruces sobre la nieve sucia y en ocasiones fangosa de la avenida, en medio de la nieve inmaculada sobre las altas hayas estremnecidas, otros cayendo de rodillas primero, haciendo esfuerzos para levantarse, para arrastrarse todavía unos metros más, quedando finalmente tendidos, con los brazos estirados hacia adelante, con las manos descarnadas arañando la nieve, se hubiera dicho como en una última tentativa de arrastrarse unos centímetros más hacia aquella puerta de allá abajo, como si aquella puerta estuviera al final de la nieve y del invierno y de la muerte.
Pero al final, sólo quedó en el andén de la estación esa quincena de niños judíos. Los S.S. Regresaron en tromba, entonces, como s hubieran tecibido instrucciones precisas, o tal vez les hubieran dado carta blanca, quizá ya les habían permitido improvisar la manera como iban a matar a aquellos niños. De todas formas volvieron en tromba, con perros, se reían estrepitosamente, se gritaban bromas que les hacían estallar en carcajadas. Se desplegaron en arc de círculo y empujaron ante ellos, por la gran avenida, a aquellos qince niños judíos. Lo recuerdo, los chavales miraban a su alrededor, miraban a los S.S., debían creer al principio que les escoltaban sencillamente hacia el campo, como habían visto hacer con los mayores unos momentos antes. Pero los S.S. soltaron a los perros y empezaron a golpear con las porras a los niños, para obligarles a correr, para hacer arrancar esa montería por la gran avenida, esta caza que habían inventado, o que les habían ordenado organizar, y los niños judíos, bajo los porrazos, maltratados por los perros que saltaban a su alrededor, mordiéndoles en las piernas, sin ladrar ni gruñir, pues eran perros amaestrados, los niños judíos echaron a correr por la gran avenida hacia la puerta del campo Quizás en aquel momento, no comprendieron todavía lo que les esperaba, quizá pensaron que se trataba solamente de una última vejación, antes de dejarles entrar en el campo. Y los niños corrían, con sus enormes gorras de larga visera hundidas hasta las orejas, y sus piernas se movían de manera de manera torpe, a la vez lenta y sincopada, como cuando en el cine se proyectan viejas películas mudas, o como en las pesadillas en las que se corre con todas las fuerzas sin llegar a avanzar un solo paso[, y lo que nos persigue está a punto de alcanzarnos, nos alcanza ya, y nos despertamos en medio de sudores fríos, y aquello, aquella jauría de perrros y de S.S. que corría detrás de los niños judíos bien pronto devoró a los más débiles de entre ellos, a los que solo tenían ocho años quizás, a los que pronto perdieron las fuerzas para moverse, y que eran derribados, pisoteados, apaleados por el suelo, y que quedaban tendidos a lo largo de la avenida, jalonando cn sus cuerpos flacos, dislocados, la progresión de aquella montería, de esta jauría que se arrojaba sobre ellos.
Pronto no quedaron más que dos, uno mayor y otro pequeño, que habían perdido sus gorras en la carrera desesperada, y cuyos ojos brillaban como reflejos de hielo en sus rostros grises, y el más pequeño comenzaba ya a perder terreno, los S.S aullaban detrás de ellos, y los perros también comenzaron a aullar, pues el olor a sangre los volvía locos, y entonces el mayor de los niños aminoró la marcha para coger de la mano al más pequeño, que ya iba tropezando, y recorrieron juntos unos cuantos metros más, la mano derecha del mayor apretando la mano izquierda el pequeño, rectos, hasta que los porrazos les derribaron juntos, con la cara sobre la tierra y las manos unidas ya para siempre. Los S.S. reunieron a los perros, que gruñían, y rehicieron el camino al revés, disparando a bocajarro una bala en la cabeza de cada uno de los niños, caídos en la gran avenida, bajo la mirada vacía de las águilas hitlerianas.”
Jorge Semprún "El largo viaje". pax 168-172
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