Por Juan Villoro
El Periódico de Catalunya - 16/01/11
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«¿Estás de malas o solo eres francés?» Esta pregunta tiene peculiar sentido. Como todos los años, la agencia Gallup valoró los índices de optimismo y pesimismo en el planeta. Noblesse obligue, los más tristes de la Tierra fueron los franceses, seguidos por los islandeses, los rumanos, los serbios y los británicos. Una vez más, la alegría estuvo del lado de países pobres con ilusiones de mejorar. La nación más feliz es Nigeria, seguida de Vietnam, Ghana, China y Brasil. España quedó entre las diez naciones más deprimidas. Los triunfos deportivos no han bastado para mejorar el ánimo, no solo por la decepción de que algunas medallas de oro se debieran al dopaje, sino porque ser forofo no es un empleo remunerado. Que los franceses dominen la tristeza invita a reflexionar sobre el humor del país de los 400 quesos y sobre la noción misma de felicidad.
París es, quizá, la capital más bella del mundo, pero sus habitantes la recorren como si no lo supieran. ¿Ignoran la supremacía de esos puentes y la cuidada geometría de los edificios? Por supuesto que no. Simplemente, desprecian la dicha fácil. Uno de los grandes misterios de la cultura es que otorga valor a la inconformidad y al pesimismo. Repasemos algunos de los títulos más populares de la literatura francesa del siglo XX: La náusea, La peste, Buenos días, tristeza, El inmoralista, Viaje al fondo de la noche, Pompas fúnebres. Sin llegar a la contundencia de Victor Hugo, que resumió su época con un lema sin consuelo (Los miserables), los novelistas franceses del siglo pasado demostraron que lo interesante es duro. En manos de un francés, hasta los títulos neutros parecen tremendos: cuando Malraux escribe La condición humana, Camus El extranjero o Houellebecq La posibilidad de una isla, sospechamos que no hay alivio en ser humano, forastero o isleño.
La nueva ola del cine francés perfeccionó los personajes maravillosamente tristes. Mientras Alain Delon fumaba un cigarro oscuro, sus ojos melancólicos anunciaban que en la última toma sería acribillado con injusta elegancia. El cine francés le debe mucho a los suéteres de cuello de tortuga, la iluminación sombría y los coches Citröen que permitían tomas a la altura de las rodillas de los peatones. Pero, sobre todo, le debe su fortuna a la demostración de que las reacciones emocionales son arbitrarias y casi nunca agradables. El cine francés refinó al máximo la belleza neurótica: para tener chiste, las guapas también deben tener problemas. Desde Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, sabemos que, cuando el amor se enreda, requiere de denominaciones francesas como femme fatale, ménage à trois o voyeur. Las teorías de Lacan, Foucault, Derrida, Barthes y Bataille hicieron lo suyo para demostrar que el placer tiene causas raras. Los antecedentes del asunto son remotos. Denis de Rougemont encontró el impulso rector de la poesía amorosa en textos cátaros del siglo XII que tratan de la pasión no correspondida. El hombre satisfecho no versifica; el impulso creador viene del rechazo o de las tribulaciones que trae la aceptación.
Total, que Francia ha dedicado buena parte de su cultura a hacer interesante la tristeza. «Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón», escribe Verlaine. No es raro que los franceses se depriman en forma tan satisfactoria. En su contexto, la dicha en estado puro parece un remedio de farmacia, un jarabe demasiado simple. Resulta imposible evaluar el bienestar al margen de cada sociedad. Las ilusiones son tan cambiantes como los países. Quienes saben que las cosas podrían estar mejor no se declaran satisfechos. En este sentido, el descontento es un atributo de la conciencia crítica. «Solo un cretino es feliz a tiempo completo», comenta Umberto Eco.
¿Significa esto que los países que se juzgan dichosos están desinformados, o son ingenuos o incluso irresponsables? No necesariamente. Cada caso merece análisis especial. ¿El clima y el paisaje volcánico juegan un papel en el pesimismo islandés? ¿La tiránica sociedad china hace que sus habitantes se declaren felices por decreto?
No siempre es fácil traducir encuestas al idioma en que dicen algo. A mi modo de ver, los sondeos nacionales no expresan una valoración real de la esperanza o la decepción; expresan la peculiar forma en que la gente se adapta a su país. Como explica Martín Caparrós en Contra el cambio, en Nigeria la alegría no es el resultado de una vida satisfecha sino la promesa de que la vida es posible. De manera equivalente, en Francia cierta dosis de nihilismo no es un síntoma de suicidio sino el sofisticado requisito para la aceptación. En el fondo, ser alegre en Nigeria se parece bastante a ser triste en Francia. En ambos casos la adaptación viene de un problema: donde hay carencia, hay expectativa.
«¿Estás de malas o solo eres francés?» Esta pregunta tiene peculiar sentido. Como todos los años, la agencia Gallup valoró los índices de optimismo y pesimismo en el planeta. Noblesse obligue, los más tristes de la Tierra fueron los franceses, seguidos por los islandeses, los rumanos, los serbios y los británicos. Una vez más, la alegría estuvo del lado de países pobres con ilusiones de mejorar. La nación más feliz es Nigeria, seguida de Vietnam, Ghana, China y Brasil. España quedó entre las diez naciones más deprimidas. Los triunfos deportivos no han bastado para mejorar el ánimo, no solo por la decepción de que algunas medallas de oro se debieran al dopaje, sino porque ser forofo no es un empleo remunerado. Que los franceses dominen la tristeza invita a reflexionar sobre el humor del país de los 400 quesos y sobre la noción misma de felicidad.
París es, quizá, la capital más bella del mundo, pero sus habitantes la recorren como si no lo supieran. ¿Ignoran la supremacía de esos puentes y la cuidada geometría de los edificios? Por supuesto que no. Simplemente, desprecian la dicha fácil. Uno de los grandes misterios de la cultura es que otorga valor a la inconformidad y al pesimismo. Repasemos algunos de los títulos más populares de la literatura francesa del siglo XX: La náusea, La peste, Buenos días, tristeza, El inmoralista, Viaje al fondo de la noche, Pompas fúnebres. Sin llegar a la contundencia de Victor Hugo, que resumió su época con un lema sin consuelo (Los miserables), los novelistas franceses del siglo pasado demostraron que lo interesante es duro. En manos de un francés, hasta los títulos neutros parecen tremendos: cuando Malraux escribe La condición humana, Camus El extranjero o Houellebecq La posibilidad de una isla, sospechamos que no hay alivio en ser humano, forastero o isleño.
La nueva ola del cine francés perfeccionó los personajes maravillosamente tristes. Mientras Alain Delon fumaba un cigarro oscuro, sus ojos melancólicos anunciaban que en la última toma sería acribillado con injusta elegancia. El cine francés le debe mucho a los suéteres de cuello de tortuga, la iluminación sombría y los coches Citröen que permitían tomas a la altura de las rodillas de los peatones. Pero, sobre todo, le debe su fortuna a la demostración de que las reacciones emocionales son arbitrarias y casi nunca agradables. El cine francés refinó al máximo la belleza neurótica: para tener chiste, las guapas también deben tener problemas. Desde Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, sabemos que, cuando el amor se enreda, requiere de denominaciones francesas como femme fatale, ménage à trois o voyeur. Las teorías de Lacan, Foucault, Derrida, Barthes y Bataille hicieron lo suyo para demostrar que el placer tiene causas raras. Los antecedentes del asunto son remotos. Denis de Rougemont encontró el impulso rector de la poesía amorosa en textos cátaros del siglo XII que tratan de la pasión no correspondida. El hombre satisfecho no versifica; el impulso creador viene del rechazo o de las tribulaciones que trae la aceptación.
Total, que Francia ha dedicado buena parte de su cultura a hacer interesante la tristeza. «Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón», escribe Verlaine. No es raro que los franceses se depriman en forma tan satisfactoria. En su contexto, la dicha en estado puro parece un remedio de farmacia, un jarabe demasiado simple. Resulta imposible evaluar el bienestar al margen de cada sociedad. Las ilusiones son tan cambiantes como los países. Quienes saben que las cosas podrían estar mejor no se declaran satisfechos. En este sentido, el descontento es un atributo de la conciencia crítica. «Solo un cretino es feliz a tiempo completo», comenta Umberto Eco.
¿Significa esto que los países que se juzgan dichosos están desinformados, o son ingenuos o incluso irresponsables? No necesariamente. Cada caso merece análisis especial. ¿El clima y el paisaje volcánico juegan un papel en el pesimismo islandés? ¿La tiránica sociedad china hace que sus habitantes se declaren felices por decreto?
No siempre es fácil traducir encuestas al idioma en que dicen algo. A mi modo de ver, los sondeos nacionales no expresan una valoración real de la esperanza o la decepción; expresan la peculiar forma en que la gente se adapta a su país. Como explica Martín Caparrós en Contra el cambio, en Nigeria la alegría no es el resultado de una vida satisfecha sino la promesa de que la vida es posible. De manera equivalente, en Francia cierta dosis de nihilismo no es un síntoma de suicidio sino el sofisticado requisito para la aceptación. En el fondo, ser alegre en Nigeria se parece bastante a ser triste en Francia. En ambos casos la adaptación viene de un problema: donde hay carencia, hay expectativa.
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