Por José Luis Pardo, filósofo
LA VANGUARDIA - 16/01/11
La idea de contraponer individuo y sociedad,como si fueran los términos de una batalla encarnizada entre contendientes irreconciliables, expresa de un modo sintomático hasta qué punto se han empobrecido y desdibujado en nuestros días ambos conceptos. Empecemos por la idea de lo individual,cuya principal perversión consiste en que hemos llegado a pensar que para ser un individuo hay que ser específicamente diferente de todos los demás, cuando es exactamente al contrario. La confusión que subyace a esta incongruencia es la de la individualidad con la identidad.La identidad de un individuo es, en efecto, un rasgo diferencial; pero no es uno determinado ni una colección de ellos: como habría dicho Nietzsche, “no hay hechos diferenciales, sino interpretaciones diferenciales (o identitarias) de los hechos”; y, como prueba toda la evidencia antropológica disponible, el rasgo diferencial que una comunidad elige para representar su identidad es precisamente aquel que garantiza la contraposición antagónica con la comunidad rival de referencia para su autoafirmación (árabes frente a israelíes, proletarios frente a burgueses, etcétera) y, por tanto, no es en absoluto un rasgo individual sino colectivo.
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Gravita con tal fuerza – y con tanto peso histórico-sobre nosotros esta noción de identidad, que vemos a los individuos como pequeñas naciones o miniclases sociales, a la manera como el Aquinate describía a los ángeles del cielo, cada uno de los cuales sería una especie con un único espécimen. Lo cierto es, sin embargo, que lo que nos hace individuales no es aquello en lo que nos distinguimos de nuestros congéneres sino, al revés, aquello en lo que convenimos con todos ellos: y es que, a diferencia de las naciones, las clases sociales, los ángeles o los héroes del celuloide, nosotros, los individuos, tenemos un cuerpo caduco, vulnerable e insustituible, susceptible por tanto de ser atormentado y exterminado. El desprecio por la individualidad no consiste, en consecuencia, en las afrentas y las heridas lanzadas contra la identidad (pues ella se alimenta en secreto de tales ultrajes), sino en aquellas actitudes que desdeñan o minimizan la importancia del sufrimiento y la muerte de los individuos, considerándolos simples instrumentos al servicio de esas otras identidades (presuntamente) imperecederas.
Vayamos ahora con la sociedad.Thomas Hobbes, a quien tantas veces recurrimos para representarnos los orígenes de la sociedad moderna, era consciente de todo lo anterior cuando pintó la escena fundacional del pacto social como si estuviera únicamente integrada por individuos sin rasgo diferencial alguno, sin identidad ni comunidad de pertenencia (pero sin embargo mortales y conscientes de su vulnerabilidad, pues fue el miedo a morir lo que les llevó a la convocatoria de aquel contrato). Así pues, los que se reúnen para discutir el pacto social no pueden ser nadie ni nada en particular (deben estar cubiertos por lo que John Rawls llamaba el velo de ignorancia),no pueden ser ni pobres ni ricos, ni normandos ni bretones, ni herreros ni caballeros, ni campesinos ni nobles, ni artesanos ni señores, precisamente para poder firmar el contrato al que van a vincularse, ya que son ellos – hombres sin cualidades ni atributos, sin rostro y sin linaje-quienes van a establecer el único límite, la ley que a partir de su asamblea quedará fijada como vigente y a la que todos vendrán obligados, negando legitimidad a cualquier poder anterior o exterior a ese acto originario. Y sólo entonces, una vez establecida la constitución, podrán estos don nadies que son los ciudadanos modernos llegar a ser flamencos o valones, maestros de artes o albañiles, monarcas o vasallos, burgueses o proletarios. Naturalmente que la escena descrita por Hobbes es una ficción o, como decía María Zambrano, una “verdad que llegará a ser”.
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Y eso significa precisamente que el individuo, considerado ahora como firmante del pacto, no solamente no es algo que amenace la cohesión de la sociedad con su egoísmo desconsiderado, sino que, allí donde lo hay, es el producto evolutivo superior de la sociedad, el precipitado exquisito y el resultado afortunado y exitoso de la socialización, que ha realizado al final la ficción del individuo libre enarbolada como principio. Si esto también se nos oculta, es porque hemos perdido de vista que la individualización no es un proceso progresivo de cierre sobre lo propio de cada uno (su familia, su lengua, su sexualidad, etcétera), sino un desarrollo de apertura por el cual el sujeto se eleva desde esos órdenes locales hasta un plano virtualmente universal en donde puede ponerse en el lugar de cualquier otro tanto a efectos teóricos como éticos. Y si hemos perdido de vista este proceso es porque estaba encomendado básicamente a unas instituciones educativas que últimamente han preferido invertir el curso y reforzar a su clientela en lo propio yen lo privado más que en lo público y comúnmente humano.
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