EN EL VALLE DE LAS SOMBRAS. Capítulo último
Carl Sagan
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¿Es, pues, cierto o sólo vana fantasía? Eurípides, Yone, hacia el 410 a. de C. Seis veces hasta ahora he visto la Muerte cara a cara, y otras tantas ella ha desviado la mirada y me ha dejado pasar. Algún día, desde luego, la Muerte me reclamará, como hace con cada uno de nosotros. Es sólo cuestión de cuándo, y de cómo. He aprendido mucho de nuestras confrontaciones, sobre todo acerca de la belleza y la dulce acrimonia de la vida, del valor de los amigos y la familia y del poder transformador del amor. De hecho, estar casi a punto de morir es una experiencia tan positiva y fortalecedora del carácter que yo la recomendaría a cualquiera, si no fuese por el obvio elemento, esencial e irreductible, de riesgo. Me gustaría creer que cuando muera seguiré viviendo, que alguna parte de mí continuará pensando, sintiendo y recordando. Sin embargo, a pesar de lo mucho que quisiera creerlo y de las antiguas tradiciones culturales de todo el mundo que afirman la existencia de otra vida, nada me indica que tal aseveración pueda ser algo más que un anhelo. Deseo realmente envejecer junto a Annie, mi mujer, a quien tanto quiero. Deseo ver crecer a mis hijos pequeños y desempeñar un papel en el desarrollo de su carácter y de su intelecto. Deseo conocer a nietos todavía no concebidos. Hay problemas científicos de cuyo desenlace ansío ser testigo, como la exploración de muchos de los mundos de nuestro sistema solar y la búsqueda de vida fuera de nuestro planeta. Deseo saber cómo se desenvolverán algunas grandes tendencias de la historia humana, tanto esperanzadoras como inquietantes: los peligros y promesas de nuestra tecnología, por ejemplo, la emancipación de las mujeres, la creciente ascensión política, económica y tecnológica de China, el vuelo interestelar. De haber otra vida, fuera cual fuere el momento de mi muerte, podría satisfacer la mayor parte de estos deseos y anhelos, pero si la muerte es sólo dormir, sin soñar ni despertar, se trata de una vana esperanza.
Tal vez esta perspectiva me haya proporcionado una pequeña motivación adicional para seguir con vida. El mundo es tan exquisito, posee tanto amor y tal hondura moral, que no hay motivo para engañarnos con bellas historias respaldadas por escasas evidencias. Me parece mucho mejor mirar cara a cara la Muerte en nuestra vulnerabilidad y agradecer cada día las oportunidades breves y magníficas que brinda la vida. Durante años, cerca del espejo ante el que me afeito, he conservado, para verla cada mañana, una tarjeta postal enmarcada. Al dorso hay un mensaje a lápiz para un tal James Day, de Swansea Valley, Gales. Dice así:
Querido amigo:
Sólo unas líneas para decirte que estoy vivo
y coleando y que lo paso en grande. Es magnífico.
Afectuosamente, WJR
Está firmada con las iniciales casi indescifrables de alguien llamado William John Rogers. En el anverso hay una foto en color de una espléndida nave de cuatro chimeneas y la mención «Transatlántico Titanic de la White Star». El matasellos lleva la fecha del día anterior a aquel en que el gran barco se hundió llevándose consigo más de 1.500 vidas, incluida la del tal Rogers. Annie y yo tenemos a la vista la tarjeta postal por una razón. Sabemos que «pasarlo en grande» puede ser un estado de lo más provisional e ilusorio. Así nos sucedió. Disfrutábamos de una aparente buena salud, nuestros hijos crecían, escribíamos libros, habíamos emprendido nuevos y ambiciosos proyectos para la televisión y el cine, pronunciábamos conferencias y yo seguía consagrado a la más atrayente investigación científica. Una mañana de finales de 1994, de pie junto a la tarjeta enmarcada, Annie advirtió que no había desaparecido de mi brazo una fea mancha de color negro azulado que llevaba allí muchas semanas. «¿Por qué sigue ahí?», preguntó. Ante su insistencia, y un tanto de mala gana (las manchas negrozuladas no pueden ser graves, ¿verdad?), fui al médico para que me hiciese un análisis de sangre. Tuvimos noticias de él pocos días más tarde, cuando nos hallábamos en Austin, Texas.
Estaba preocupado. Resultaba evidente que en el laboratorio habían cometido un error. El análisis correspondía a la sangre de una persona muy enferma. «Por favor —me apremió—, hágase de inmediato un nuevo análisis.» Seguí su consejo. No había ningún error. Mis glóbulos rojos, que llevan oxígeno a todo el cuerpo, y mis glóbulos blancos, que combaten las enfermedades, habían disminuido considerablemente. De acuerdo con la explicación más probable, se trataba de un problema con los hemocitoblastos, que, generados en la médula ósea, son los precursores habituales de glóbulos blancos y rojos. El diagnóstico fue confirmado por expertos en este campo. Yo padecía una enfermedad de la que nada había sabido hasta entonces: mielodisplasia. Su origen es casi desconocido. Me asombró saber que, si no hacía nada, mi probabilidad de supervivencia era cero. Moriría en seis meses. Yo era activo y productivo. La idea de hallarme en el umbral de la muerte se me antojó una broma grotesca. Sólo existía un medio conocido de tratamiento capaz de generar una curación: un trasplante de médula ósea, pero sólo funcionaría si encontraba un donante compatible. Aun entonces, habría que suprimir enteramente mi sistema inmunitario para que mi cuerpo no rechazase la médula ósea del donante. Sin embargo, una represión seria del sistema inmunitario podía matarme de varias otras maneras; por ejemplo, limitando mi resistencia a las enfermedades de tal modo que estuviese a merced de cualquier microbio que se cruzara en mi camino. Por un instante pensé en no tomar ninguna medida y esperar a que el progreso de las investigaciones médicas encontrase una curación distinta; pero era la más tenue de las esperanzas.
Todas nuestras indagaciones acerca de adonde ir convergían en el Centro Fred Hutchinson de Investigaciones Oncológicas, de Seattle, una de las primeras instituciones del mundo en lo que se refiere a trasplantes de médula ósea. Allí trabajan muchos expertos en este campo, incluyendo a E. Donnall Thomas, premio Nóbel de Fisiología y Medicina en 1990. La gran competencia de médicos y enfermeras y sus excelentes cuidados justificaban plenamente el consejo que nos dieron de solicitar tratamiento en el «Hutch». El primer paso consistía en averiguar si podíamos hallar un donante compatible. Algunas personas jamás lo encuentran. Annie y yo llamamos a mi única hermana, Cari, menor que yo. Me mostré reticente e indirecto. Cari ni siquiera sabía que estaba enfermo. Antes de que yo pudiera concretar, me dijo: «Cuenta con ello. Sea lo que sea..., el hígado..., los pulmones..., como si fuera tuyo.» Todavía se me hace un nudo en la garganta cada vez que pienso en la generosidad de Cari. Sin embargo, no había ninguna garantía de que su médula ósea fuese compatible con la mía. Se sometió a una serie de análisis y, uno tras otro, los seis factores de compatibilidad encajaron con los míos. Resultaba la donante perfecta. Había sido increíblemente afortunado.
«Afortunado» es, sin embargo, un término relativo. Incluso con una compatibilidad perfecta, la probabilidad general de curación era aproximadamente de un 30 %. Eso es como jugar a la ruleta rusa con cuatro balas en vez de una en el tambor del revólver; pero era, con mucho, lo mejor que podía haberme sucedido, y me había enfrentado en otro tiempo con perspectivas peores. Toda nuestra familia se trasladó a Seattle, incluyendo los padres de Annie. Disfrutamos de una afluencia constante de visitantes —los chicos mayores, mi nieto, otros parientes y amigos— tanto en el hospital como cuando me sometieron a tratamiento externo. Estoy seguro de que el aliento y el cariño que recibí, sobre todo por parte de Annie, inclinaron la balanza a mi favor. Hubo, como cabe suponer, muchos aspectos amedrentadores. Recuerdo una noche en que, siguiendo instrucciones de los médicos, me levanté a las dos de la madrugada y abrí el primero de los 12 tubos de plástico con tabletas de busulfano, un poderoso agente quimioterapéutico. En la bolsa se leía:
PRODUCTO QUIMIOTERAPÉUTICO
PELIGRO BIOLÓGICO
PELIGRO BIOLÓGICO
TÓXICO
Elimínese como PELIGRO BIOLÓGICO
Una tras otra, me tragué 72 de aquellas píldoras. Era una cantidad mortal. Si no me practicaban pronto un trasplante de médula ósea, aquella terapia de supresión del sistema inmunitario acabaría por matarme. Equivalía a tomar una dosis fatal de arsénico o de cianuro con la esperanza de que me proporcionaran a tiempo el antídoto adecuado. Los medicamentos para neutralizar mi sistema inmunitario ejercieron unos cuantos efectos directos. Padecí náuseas moderadas de manera continua, pero contaba con otros medicamentos que las controlaban y así podía incluso trabajar algo. Se me cayó casi todo el pelo, lo cual, unido a mi posterior pérdida de peso, me dio una apariencia un tanto cadavérica. Sin embargo, me sentí mejor un día en que Sam, nuestro hijo de cuatro años, dijo al verme: «Un buen corte de pelo, papá.» Y añadió: «No tengo ni idea de lo que te pasa, pero estoy seguro de que te pondrás bien.» Aunque estaba convencido de que el trasplante en sí resultaría muy doloroso, no lo fue en absoluto. Como si de una simple transfusión de sangre se tratara, las células de la médula ósea de mi hermana se encargaron de encontrar el camino hacia la mía.
Algunos aspectos del tratamiento fueron extremadamente angustiosos, pero existe una especie de amnesia traumática merced a la cual cuando todo termina uno casi llega a olvidarse del dolor. El Hutch sigue una política liberal en la automedicación con analgésicos, incluyendo derivados de la morfina; de ese modo podía combatir de inmediato un sufrimiento intenso cuando se presentaba. Eso hizo la experiencia mucho más soportable. Al final del tratamiento, mis glóbulos, tanto los rojos como los blancos, procedían principalmente de Cari. Los cromosomas sexuales eran XX, en lugar de XY como en el resto de mi organismo. Por mi cuerpo circulaban células y plaquetas femeninas. Esperé que algunas de las características de Cari empezaran a manifestarse, como, por ejemplo, su pasión por la equitación o por asistir a media docena de representaciones teatrales seguidas, pero jamás sucedió. Annie y Cari salvaron mi vida. Siempre agradeceré su amor y su ternura. Tras salir del hospital, necesité toda clase de asistencia, incluyendo medicinas administradas varias veces al día por medio de un catéter introducido en mi vena cava. Annie era mi «cuidadora autorizada»; se encargaba de darme los medicamentos de día y de noche, de cambiar los apósitos, de comprobar las constantes vitales y de aportar un aliento esencial. Las perspectivas de quienes ingresan solos en un hospital son, comprensiblemente, peores. Por el momento había salvado la vida gracias a las investigaciones médicas. En parte no era otra cosa que investigación aplicada, tendente a ayudar a la curación o mitigar directamente enfermedades mortales, pero por otra se trataba de investigación básica, concebida sólo para entender cómo operan las cosas vivas, sin renunciar por ello a imprevisibles beneficios prácticos. También me salvé gracias a los seguros médicos de la Universidad de Cornell y, en calidad de cónyuge de Annie, de la Writers Guild of America, la organización de autores de películas, televisión, etc. Existen decenas de millones de personas en Estados Unidos sin semejantes seguros médicos. ¿Qué habríamos hecho en su caso? En mis textos he tratado de mostrar cuan estrechamente emparentados estamos con otros animales, qué cruel es infligirles dolor y qué bancarrota moral significa matarlos para, por ejemplo, fabricar lápices de labios. Aun así, como señaló el doctor Thomas al recibir su premio Nóbel: «El injerto de médula no podría haber logrado aplicación clínica sin la investigación en animales, primero con roedores endógamos y luego con especies exógamas, sobre todo el perro.» Esta cuestión me crea un gran conflicto, ya que de no haber sido por la investigación con animales hoy no estaría vivo. De modo, pues, que la vida volvió a la normalidad. Nuestra familia, Annie y yo regresamos a Ithaca, Nueva York, donde residimos. Terminé varios proyectos de investigación y leí las últimas pruebas de mi libro El mundo y sus demonios. Nos reunimos con Bob Zemeckis, el director de Contacto, la película de la Warner Brothers basada en mi novela, para la que Annie y yo habíamos escrito un guión y en la que participábamos como coproductores. Iniciamos algunos nuevos proyectos para la televisión y el cine. Participé en las primeras etapas de la aproximación a Júpiter de la sonda espacial Galileo. Si había una lección que yo había aprendido muy bien, era que el futuro es imprevisible. Como tristemente iba a descubrir William John Rogers, tras haber escrito a lápiz su optimista mensaje mientras navegaba por el Atlántico septentrional, no hay modo de saber qué nos reserva el futuro, ni siquiera el más inmediato. Así, tras varios meses en casa (mi pelo creció de nuevo, recobré mi peso, el número de glóbulos rojos y blancos volvió a ser el normal y me sentía perfectamente), uno de los rutinarios análisis de sangre me arrebató la esperanza. «Lamento decirle que tengo malas noticias», declaró el médico.
Mi médula ósea había revelado la presencia de una nueva población de células peligrosas que se reproducían rápidamente. A los dos días, mi familia y yo regresamos a Seattle. Escribo este capítulo desde mi cama de hospital en el Hutch. Gracias a un procedimiento experimental recientemente descubierto, han determinado que esas células anómalas carecían de una enzima necesaria para protegerlas de dos agentes quimioterapéuticos habituales que no me habían aplicado antes. Tras un tratamiento con esos agentes, no encontraron en mi médula más células anómalas. Con el fin de eliminar las que pudiesen haber quedado (pues se reproducen a toda velocidad) sufrí otros dos tratamientos de quimioterapia, a los que seguirían más células de mi hermana. Una vez más había recibido, al parecer, lo mejor para una curación completa. Ante el espíritu destructivo y la miopía de la especie humana, todos tendemos a desesperarnos, y yo, por motivos que aún considero muy fundados, no soy precisamente la excepción. Sin embargo, uno de los descubrimientos de mi enfermedad es la extraordinaria comunidad de bondad a la que deben sus vidas las personas en mi situación. Hay más de dos millones de estadounidenses inscritos voluntariamente en el Programa Nacional de Donantes de Médula, todos ellos dispuestos a someterse en beneficio de un perfecto desconocido a una extracción medular más bien molesta. Millones más contribuyen con su sangre a la Cruz Roja americana y otras instituciones de donantes sin remuneración alguna, ni siquiera un billete de cinco dólares, con el fin de salvar una vida anónima. Científicos y técnicos trabajan año tras año con grandes obstáculos, salarios a menudo bajos y sin la menor garantía de éxito. Tienen muchas motivaciones, pero una es la esperanza de ayudar a otros, de curar enfermedades, de parar los pies a la muerte. Cuando tanto cinismo amenaza con ahogarnos, resulta alentador recordar cuánta bondad hay por doquier. Cinco mil personas rezaron por mí en los oficios de Pascua en la catedral de San Juan el Divino de la ciudad de Nueva York, la iglesia más grande de la cristiandad. Un sacerdote hindú describió una gran vigilia de oración por mí a orillas del Ganges. El imán de Norteamérica rezó por mi restablecimiento.
Muchos cristianos y judíos me escribieron para notificarme las suyas. Aunque no creo que Dios, de existir, alterase debido a la oración los planes, me siento agradecido más allá de toda ponderación a aquellos —incluyendo tantos a quienes nunca conocí— que oraron por mi restablecimiento. Muchos me han preguntado cómo es posible enfrentarse a la muerte sin la certeza de otra vida. Sólo puedo decir que esto no ha constituido un problema. Con alguna reserva acerca de las «almas débiles», comparto la opinión de mi héroe, Albert Einstein:
"No logro concebir un dios que premie y castigue a sus criaturas o que posea una voluntad del tipo que experimentamos en nosotros mismos. Tampoco puedo ni querría concebir que un individuo sobreviviese a su muerte física; que las almas débiles, por temor o absurdo egotismo, alienten tales pensamientos. Yo me siento satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con un atisbo de la estructura maravillosa del mundo existente, junto con el resuelto afán de comprender una parte, por pequeña que sea, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.
POST SCRIPTUM
Mucho ha sucedido desde que escribí este capítulo hace un año. Salí del Hutch, regresamos a Ithaca, pero al cabo de pocos meses la enfermedad reapareció. En esta ocasión fue mucho más penosa, quizá porque mi cuerpo se hallaba debilitado a causa de las terapias anteriores, pero también porque el condicionamiento previo al trasplante exigía que mi cuerpo fuese sometido a radioterapia. De nuevo, me acompañó a Seattle mi familia. De nuevo, recibí en el Hutch la misma asistencia experta y afectuosa. De nuevo, Annie se mostró magnífica en su modo de alentarme. De nuevo, mi hermana Cari reveló su generosidad ilimitada en la donación de su médula ósea. De nuevo, me vi rodeado por una comunidad de bondad. En el momento en que escribo —aunque quizá tenga que cambiarlo en las pruebas de imprenta— el pronóstico es el mejor de los posibles: todas las células detectables de la médula ósea son células donadas, XX, células femeninas, células de mi hermana. No hay células XY, células anfitrionas, células masculinas, células que promovieron la enfermedad original. Hay personas que sobreviven años incluso con un pequeño porcentaje de sus células anfitrionas. Aun así, sólo en un par de años estaré razonablemente seguro. Hasta entonces, sólo me resta la esperanza.
Seattle, Washington
Ithaca, Nueva York
Octubre de 1996
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EPÍLOGO por Ann Druyan
Con su optimismo característico frente a una ambigüedad inquietante, Carl concluye así esta obra suya, prodigiosa, apasionada y asombrosamente original, en la que salta con audacia de una ciencia a otra. Tan sólo unas semanas después, a comienzos de diciembre, se sentó a la mesa para cenar y observó, con un gesto de extrañeza, su plato favorito. No sentía apetito. En tiempos mejores, mi familia siempre se había enorgullecido de lo que llamábamos «wodar», un mecanismo interno que escruta incesantemente el horizonte a la búsqueda de los primeros indicios de un próximo desastre. Durante nuestros dos años en el valle de las sombras, el wodar había permanecido siempre en estado de alerta máxima. En esa montaña rusa de esperanzas que se desplomaban, se alzaban y volvían a caer, incluso la más leve alteración de un solo aspecto de la condición física de Carl hacía sonar todos los timbres de alarma. Nuestras miradas se cruzaron fugazmente. De inmediato comencé a dar forma a una hipótesis benigna para explicar aquella súbita falta de apetito. Como de costumbre, razoné que no debía de guardar ninguna relación con la enfermedad, que sólo debía de tratarse de un desinterés pasajero por la comida en el que una persona sana jamás repararía. Carl consiguió esbozar una sonrisa y dijo: «Quizá.» Sin embargo, a partir de aquel momento tuvo que obligarse a comer y sus fuerzas menguaron visiblemente. Pese a todo, insistió en cumplir un compromiso contraído hacía ya tiempo y pronunciar aquella misma semana dos conferencias en el área de la bahía de San Francisco. Cuando regresó a nuestro hotel tras la segunda charla estaba exhausto. Llamamos a Seattle. Los médicos nos apremiaron a volver de inmediato al Hutch. Me aterraba tener que decir a Sasha y a Sam que no regresaríamos a casa al día siguiente, como les habíamos prometido; que en lugar de ello haríamos un cuarto viaje a Seattle, lugar que se había convertido para nosotros en sinónimo de horror. Los chicos se quedaron de una pieza. ¿Cómo disipar convincentemente sus temores de que aquello podía acabar, al igual que en las tres ocasiones anteriores, en otra estancia de seis meses lejos de casa o, según sospechó Sasha, en algo mucho peor? Una vez más recurrí a mi mantra estimulante: «Papá quiere vivir. Es el hombre más valiente y fuerte que conozco. Los médicos son los mejores que hay en el mundo...» Sí, tendríamos que postergar la Hanuca*, pero en cuanto papá se restableciera... Al día siguiente, en Seattle, una radiografía reveló que Carl padecía una neumonía de causa desconocida. Los repetidos análisis no lograron determinar si su origen era bacteriano, viral o fúngico. La inflamación de sus pulmones constituía tal vez una reacción tardía a la dosis letal de radiaciones que había recibido seis meses antes como preparación para el último trasplante de médula ósea. Unas grandes dosis de esteroides sólo consiguieron aumentar sus sufrimientos y no hicieron ningún bien a sus pulmones. Los médicos empezaron a prepararme para lo peor. A partir de entonces, cuando iba por los pasillos del hospital encontraba en los rostros familiares del personal expresiones harto diferentes. Me esquivaban y rehuían mi mirada. Era preciso que viniesen los chicos. Cuando Carl vio a Sasha, pareció operarse en su condición un cambio milagroso. «Bella, bella Sasha —exclamó—. No sólo eres bella, sino también maravillosa.» Le dijo que si conseguía sobrevivir sería en parte por la fuerza que le brindaba su presencia. Durante unas cuantas horas los monitores del hospital registraron lo que parecía un cambio completo. Mis esperanzas aumentaron, pero en el fondo no podía dejar de advertir que los médicos no compartían mi entusiasmo. Vieron aquella momentánea recuperación como lo que era, «veranillo de otoño», la breve pausa del organismo antes de su pugna final. —Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir. —No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas. Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había contemplado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado. Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:
—Bueno, veremos quién tiene razón ahora.
Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consiguió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.
—Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.
—Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono solemne.
Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sirviera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fijamente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre. Todo comenzó en 1974, en una cena que ofrecía Nora Ephron en Nueva York. Recuerdo lo guapo que me pareció Carl, con su deslumbrante sonrisa y la camisa remangada. Hablamos de béisbol y de capitalismo, y me asombró hacerle reír de tan buena gana. Pero Carl estaba casado y yo prometida a otro hombre. Los cuatro empezamos a salir, intimamos y pronto empezamos a trabajar juntos. En las ocasiones en que Carl y yo nos quedábamos solos, la atmósfera era eufórica y electrizante, pero ninguno de los dos reveló un atisbo de sus verdaderos sentimientos. Habría sido impensable. A comienzos de la primavera de 1977, la NASA invitó a Carl a crear una comisión para seleccionar el contenido del disco que llevaría cada uno de los vehículos espaciales Voyager 1 y 2. Tras un ambicioso reconocimiento de los planetas exteriores y de sus satélites, la gravitación expulsaría del sistema solar las dos naves. Se presentaba, pues, la oportunidad de enviar un mensaje a posibles seres de otros mundos y épocas. Podría ser algo mucho más complejo que la placa que Carl, su esposa Linda Salzman y el astrónomo Frank Drake habían incluido en el Pioneer 10. Aquello fue un primer paso, pero se trataba esencialmente de una placa de matrícula. En el disco de los Voyager figurarían saludos en 60 lenguas humanas, el canto de una ballena, un ensayo sonoro sobre la evolución, 116 fotografías de la vida en la Tierra y 90 minutos de música de una maravillosa diversidad de culturas terrestres.
Los técnicos calcularon que aquellos discos de oro podrían durar 1.000 millones de años. ¿Cuánto es un millar de millones de años? Dentro de 1.000 millones de años los continentes de la Tierra habrán cambiado tanto que no reconoceríamos la superficie de nuestro propio planeta. Hace 1.000 millones de años las formas más complejas de la vida en la Tierra eran bacterias. En plena carrera armamentística, nuestro futuro, incluso a corto plazo, parecía una perspectiva dudosa. Quienes tuvimos el privilegio de crear el mensaje de los Voyager obramos con la sensación de realizar una misión sagrada. Resultaba concebible que, al estilo de Noé, estuviésemos construyendo el arca de la cultura humana, el único artefacto que sobreviviría en un futuro inimaginablemente remoto. Durante mi ardua búsqueda del más valioso fragmento de música china, telefoneé a Carl y le dejé un mensaje en su hotel de Tucson, adonde había acudido para pronunciar una conferencia. Una hora más tarde sonó el teléfono en mi apartamento de Manhattan. Descolgué y oí su voz: —Acabo de volver a mi habitación y he encontrado un mensaje que decía «Llamó Annie»; entonces me pregunté: «¿Por qué no habrá dejado ese mensaje hace diez años?» —Pensaba hablarte de eso, Carl —respondí con tono de broma. Y luego más seria añadí—: ¿Para siempre? —Sí, para siempre —respondió con ternura—. ¿Quieres casarte conmigo? —Sí —contesté. En aquel momento experimentamos lo que debe de sentirse al descubrir una nueva ley de la naturaleza.
Era un eureka, el momento de la revelación de una gran verdad, que confirmarían incontables pruebas a lo largo de los 20 años siguientes. Sin embargo, suponía también asumir una responsabilidad ilimitada. ¿Cómo podría volver a sentirme bien fuera de ese mundo maravilloso una vez que lo había conocido? Era el 1 de junio, la fiesta de nuestro amor. Luego, cuando uno de los dos se mostraba poco razonable con el otro, la invocación del 1 de junio solía hacer entrar en razón a la parte ofensora. Antes, en otra ocasión, había preguntado a Carl si uno de esos supuestos extraterrestres de dentro de 1.000 millones de años sería capaz de interpretar las ondas cerebrales del pensamiento de alguien. «¡Quién sabe! Mil millones de años es mucho, muchísimo tiempo. ¿Por qué no intentarlo, suponiendo que será posible?», fue su respuesta. Dos días después de aquella llamada telefónica que cambió nuestras vidas, fui a un laboratorio del hospital Bellevue, de Nueva York, y me conectaron a un ordenador que convertía en sonidos todos los datos de mi cerebro y de mi corazón. Durante una hora había repasado la información que deseaba transmitir. Empecé pensando en la historia de la Tierra y de la vida que alberga. Del mejor modo que pude intenté reflexionar sobre la historia de las ideas y de la organización social humana. Pensé en la situación en que se encontraba nuestra civilización y en la violencia y la pobreza que convierten este planeta en un infierno para tantos de sus habitantes. Hacia el final me permití una manifestación personal sobre lo que significaba enamorarse. Carl tenía mucha fiebre. Seguí besándolo y frotando mi cara contra su ardiente mejilla sin afeitar. El calor de su piel era extrañamente tranquilizador.
Quería que su vibrante ser físico se convirtiera en un recuerdo sensorial grabado en mí de manera indeleble. Me debatía entre el afán de animarlo a luchar y el deseo de verlo libre de la tortura de todos los aparatos que lo mantenían con vida y del demonio que llevaba dos años atormentándolo. Llamé por teléfono a Cari, su hermana, que tanto de sí misma había dado para evitar ese desenlace, a sus hijos mayores, Dorion, Jeremy y Nicholas, y a su nieto Tonio. Unas semanas antes, todos los miembros de la familia habíamos celebrado juntos el Día de Acción de Gracias en nuestra casa de Ithaca. Por decisión unánime fue el mejor Día de Acción de Gracias que jamás conocimos. Nos separamos encantados. En aquella reunión reinó entre nosotros una autenticidad y una intimidad que nos brindaron un sentido mayor de nuestra unidad. Luego coloqué el auricular cerca del oído de Carl para que pudiese escuchar, una tras otra, las despedidas de todos. Nuestra amiga la escritora y productora Lynda Obst se apresuró a venir de Los Ángeles para estar con nosotros. Lynda se hallaba en casa de Nora aquella noche maravillosa en que Carl y yo nos conocimos. Había sido testigo, más que cualquier otra persona, de nuestras colaboraciones tanto personales como profesionales. Como productora original de la película Contacto, trabajó en estrecha colaboración con nosotros durante los 16 años que costó hacer realidad aquel empeño. Lynda había observado que la perpetua incandescencia de nuestro amor ejercía una especie de tiranía sobre aquellos de nuestro entorno que no tuvieron tanta fortuna en la búsqueda de un alma gemela; pero en vez de molestarle nuestra relación, a Lynda le entusiasmaba tanto como a un matemático un teorema de existencia, algo que demostrase que una cosa era posible. Solía llamarme Miss Hechizo. Carl y yo disfrutábamos intensamente de los ratos que pasábamos con ella, entre risas, hablando hasta bien entrada la noche de ciencia, filosofía, chismes, cultura popular, de todo. Esa mujer que había ascendido con nosotros, que me acompañó el día deslumbrante en que elegí mi vestido de novia, estuvo a nuestro lado cuando nos dijimos adiós para siempre.
Durante días y noches, Sasha y yo nos habíamos relevado junto a Carl, murmurándole palabras reconfortantes al oído. Sasha le expresó cuánto le quería y todo lo que haría en su vida para enaltecerlo. «Un hombre magnífico, una vida maravillosa —le dije una y otra vez—. Bien hecho. Te dejo partir con orgullo y alegría por nuestro amor. Sin miedo. Primero de junio. Uno de junio. Para siempre...» Mientras realizo en pruebas de imprenta los cambios que Carl temía que fuesen necesarios, su hijo Jeremy está en el piso de arriba, dando a Sam su lección nocturna con el ordenador. Sasha se halla en su habitación, dedicada a sus tareas escolares. Las naves Voyager, con sus revelaciones sobre un minúsculo mundo favorecido por la música y el amor, se encuentran más allá de los planetas exteriores, rumbo al mar abierto del espacio interestelar. Vuelan a 65.000 kilómetros por hora hacia las estrellas y un destino que sólo podemos soñar. Estoy rodeada de cajas llenas de cartas procedentes de todo el planeta. Son de personas que lloran la pérdida de Carl. Muchas le atribuyen su inspiración. Algunas afirman que el ejemplo de Carl las indujo a trabajar por la ciencia y la razón contra las fuerzas de la superstición y el integrismo. Esos pensamientos me consuelan y alivian mi angustia. Me permiten sentir, sin recurrir a lo sobrenatural, que Carl aún vive.
Ann Druyan
14 de febrero de 1997
Ithaca, Nueva York
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