Por Joaquín Leguina
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Abandonadas desde hace tiempo las veleidades sistémicas (la causa última de cualquier fenómeno social había de buscarse en un ente abstracto llamado sistema, en cuyo interior abundaban términos tales como fuerzas productivas o relaciones de producción), habrá de reconocerse que tanto en la política como en la vida, el factor humano (es decir, el individuo) juega un papel determinante a la hora de construir la Historia. No se trata de reconocerle poder explicativo a la nariz de Cleopatra pero sí al talento militar y político de Julio César. La deriva e influencia de la Revolución Francesa sobre toda Europa no la explica sólo la presencia de Napoleón Bonaparte, mas puede afirmarse sin riesgo de error que la Historia de Europa no habría sido la misma si aquel corso no hubiera nacido.
Pero bajemos de ese monte a nuestro llano y ocupémonos del factor humano en la política española, y más concretamente de la selección del personal de los partidos políticos.
A este propósito reproduciré lo que ha escrito el profesor Gaspar Ariño:"Como la carrera en el partido, es decir, los ascensos a los puestos de dirección, no se basa en la elección popular sino en la designación oligárquica, surgen internamente las facciones, las familias, corrientes, o sencillamente las banderías, que luchan entre sí ferozmente para alcanzar el poder en el interior del partido, llegando a emplear toda clase de medios para desacreditar o desplazar al competidor. A menudo asistimos en España a estos espectáculos que hacen irrespirable la vida enlos partidos. Y al electorado le llega el claro mensaje de que esta tropa no es de fiar".
Esa ausencia de democracia no responde a ninguna coyuntura sino que se deriva de unas prácticas políticas firmemente asentadas de las cuales la opinión pública se ocupa rara vez. Funcionamiento interno de los partidos que en lo referente a la selección y promoción de su personal descansa cada vez más en la confianza que pueda cada cual suscitar en el aparato dirigente y cada vez menos en el mérito y la capacidad ordenados por la Constitución (artículo 103). Esa confianza, sin embargo, va unida a la más amplia desconfianza respecto al tino que puedan tener los afiliados para elegir en urna a cargos orgánicos o a candidatos electorales. De estas premisas se derivan unas prácticas en el funcionamiento interno que chocan de frente con los mandatos constitucionales y no sólo con el artículo 103 sino, sobre todo, con el artículo 6.
Las palabras democracia y democrático pueden entenderse de muy diversas maneras y sobre ellas se han escrito y se seguirán escribiendo muchos sesudos tratados, mas cuando esas palabras se refieren al funcionamiento, cualquier persona entiende que dentro de ese funcionamiento de los partidos deberán darse, al menos, dos actividades: uno, un debate libre de ideas y propuestas y dos, elecciones.
Al menos en el partido que más conozco, en el PSOE, eso no existe: dentro de los órganos deliberantes, por ejemplo, su Comité Federal, no hay debate –entendido como confrontación de ideas y propuestas–. El debate ha sido sustituido por el comentarios Allí se comenta, generalmente de forma elogiosa, lo que ha hecho o dicho previamente el mando y, por supuesto, jamás se vota otra propuesta que la presentada por la Ejecutiva que, además, se ratifica a mano alzada después de añadir algún matiz introducido por la obsecuente concurrencia. Tampoco se eligen las personas (elegir exige la existencia de más de una posibilidad para cada cargo a cubrir).
Y algo parecido pasa en el PP. Lo describe con claridad Luis Herrero:"Las reuniones de los órganos internos se han convertido en meros actos de liturgia inútil. Es más trascen-dente lo que pueda pasar durante un almuerzo que cualquier reunión institucional del partido".
Estos defectos no son nuevos, aunque en la actualidad se hayan llevado hasta el paroxismo. La demostración de que el vicio es viejo la tenemos en los reglamentos de la Cá-maras (Congreso y Senado), pergeñados por los aparatos partidarios, aprobados durante la etapa constituyente y luego copiados por los parlamentos autonómicos. No creo que exista en ningún otro parlamento de cualquier país democrático reglamentos de este porte. Los nuestros no sólo están llenos de recelo hacia los parlamentarios sino que eliminan sus derechos más elementales.
En estas condiciones medioambientales cabe preguntarse, entre otras cosas, qué papel se les reserva a los afiliados. La respuesta es sencilla y cinematográfica (a lo Cecil B. de Mille). En efecto, toda gran representación teatral precisa de un buen número de figurantes. Los afiliados, antes militantes, se han convertido en eso, en el atrezzo de una representación, cuyo texto no han escrito ellos.
De las prácticas descritas –digámoslo suavemente–, nada amables con la democracia, se deriva un sis-tema de selección de personal en el cual el mérito y la capacidad se han convertido dentro de los partidos en palabras malditas, sustituyéndolas por un mecanismo de vieja raigambre romana: el nepotismo. Un sistema de promoción endogámico cuyos efectos perversos saltan a la vista. La abundancia de cuadros y representantes sin ninguna experiencia profesional fuera de la política así lo acredita.
Pero –al menos en el caso del PSOE– estos lodos vienen de viejos polvos, de los cuales no son responsables quienes dirigen actualmente el partido, sino que lo son (lo somos) quienes tuvieron (tuvimos) en su día esas responsabilidades y no quisimos o no pudimos crear una cultura, unas prácticas políticas, unas obligaciones que sirvieran en el futuro –hoy ya presente– como muro de contención contra las perversiones derivadas de una burocratización arrolladora.
A menudo, la cosa es tan espectacular que podemos decir sin error que hoy vivimos en pleno éxito de los cirulos. Me explicaré.
Cirilo Cánovas era tenido –entre sus condiscípulos en la Escuela de Ingenieros Agrónomos– por un torpe y lo apodaban Cirulo. El día que Franco tuvo la ocurrencia de nombrarlo ministro, uno de esos condiscípulos envió a otro, que vivía entonces en el extranjero, un telegrama con el siguiente texto: "Cirulo ministro. Te lo juro por mi madre". Algo parecido vendrán haciendo últimamente condiscípulos de muchos ministros y ministras que no son, precisamente, ingenieros agrónomos y que jamás habrían soñado con llegar donde están ni por sorteo.
Me atreveré aquí a contar –para finalizar– un caso añoso y foráneo, sin ánimo de señalar a nadie: Leo-nardo Sciascia nos lo glosa en Negro sobre negro y es el siguiente. El 3 de diciembre de 1887 la Asamblea Nacional francesa, reunida en Versalles, se encontraba en un callejón sin salida. Había de elegir al presidente de la República y el proceso se presentaba complicado y azaroso, mas aquel nudo gordiano lo resolvió Georges Clemenceau con una sorprendente propuesta: "Votemos por el más estúpido", dijo, y los parlamentarios consideraron razonable la moción y así lo hicieron. Fue de este modo como se eligió presidente a un hombre llamado Sadi Carnot.
Tiempo después, las palabras de Clemenceau habrían de tomar todo su trágico sentido, cuando el anarquista Caserio asesinó a Carnot de un disparo a quemarropa.
Caserio fue detenido y juzgado y durante el juicio, el juez se dirigió al anarquista y le dijo:—En el momento que lo apuntaba con el revólver, el presidente lo miró a usted fijamente. ¿Su mirada no le turbó, no contuvo su mano?
A lo que Caserio respondió con gran aplomo:—El Presidente no tenía mirada. •
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