Traducción del artículo The spy who loved me: Charlotte Philby returns to Moscow in search of her grandfather Kim Philby publicado en The Independent el sábado 6 de marzo de 2010.
El brillante 4x4 negro retumba mientras avanza lentamente a través del 
cementerio. En los últimos días, pesadas capas de nieve se han 
depositado en las llanuras de Moscú y a ambos lados de nuestra carretera
 el suelo es de un blanco deslumbrante. Los dos hombres que asoman en 
los asientos delanteros –mis guardias de honor– permanecen en silencio, 
entrecerrando los ojos contra la luz del sol que se cuela a través de 
las copas de los árboles.
Finalmente, el coche se detiene y el conductor, mirándome por su espejo 
retrovisor, asiente. Sin decir una palabra, sale del coche con su larga 
gabardina oscura y sus zapatos de cuero pulido, abriéndome la puerta 
trasera para que le siga. Mientras la brisa gélida golpea nuestras 
mejillas, apunta hacia una tumba ligeramente elevada: “La mamá de 
Yeltsin”, explica. Caminamos en silencio; los demás se detienen, 
inclinando la cabeza, mientras me sitúo frente a otra tumba situada unos
 metros más allá.
Aunque esta es la primera vez que estoy frente al lugar donde reposan 
los restos de mi abuelo, lo reconozco al instante. Ya había visto la 
lápida –alta y pulida, con la inscripción en cirílico y la imagen de su 
rostro grabada en la superficie– en fotografías familiares o en recortes
 de prensa.También su cuerpo frío –adornado con medallas– en un ataúd 
abierto, con guardias armados a ambos lados, así como el cortejo fúnebre
 multitudinario caminando a través del hermoso cementerio de Kuntsevo hacia este mismo lugar.
A los seis años de edad miraba todas esas fotos advirtiendo que había 
algo peculiar en el abuelo Kimsky. Hoy, de pie frente al lugar donde 
descansa para siempre, rodeada por ex primeros ministros y héroes 
nacionales, en un cementerio aislado a las afueras de Moscú y con dos 
perfectos extraños asomando por detrás de mí, rememoro una vez más lo 
diferente que fue.
Además de ser mi abuelo –a quien recuerdo, de mis viajes de infancia a 
Rusia, como un hombre viejo y divertido, con una sonrisa radiante, que 
se vestía casi exclusivamente con chalecos blancos y tirantes– Kim 
Philby, a día de hoy, sigue siendo uno de los agentes dobles más 
importantes de la historia moderna. En 1963, después de haber sido 
identificado en Gran Bretaña como el famoso “tercer hombre” del Círculo 
de Espías de Cambridge, Kim huyó a Moscú, para no volver a poner los 
pies nunca más en el otro lado del Telón de Acero.
Desde entonces ha habido numerosos intentos de entender cómo este alumno
 sociable de escuelas públicas inglesas y sus compañeros espías de 
Cambridge –Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross–
 pudieron ser persuadidos para traicionar a su país y engañar a sus 
familiares y amigos. Y a cada nuevo capítulo, la historia evoluciona y 
la respuesta se hace cada vez menos clara: cuanto más se profundiza en 
su personaje, más esquivo se vuelve.
Ahora, en un esfuerzo por poner un poco de orden en la comprensión que 
tengo sobre mi abuelo, para aclarar la imagen caleidoscópica que sobre 
él se ha formado en mi mente, he vuelto por primera vez, ya como adulta,
 al país donde vivió los últimos 25 años de su vida en el exilio 
político.
Charlotte Philby depositando flores en la tumba de su abuelo, en el cementerio de Kuntsevo
Es mi tercer día en Rusia. A media mañana, envuelta en el viejo sombrero
 de oso de Kim y un abrigo a juego (con este frío no tiene sentido 
reivindicar aquí los derechos de los animales), me pongo en camino desde
 mi hotel. Conmigo llevo un mapa y suficiente dinero para poder pagar el
 metro y el taxi que voy a tener que coger desde la estación hasta el 
cementerio situado junto a la autopista Mozhaisk.
Dos horas más tarde, azotada por el viento y prácticamente congelada de 
pies a cabeza, llego al concurrido cementerio en cuya puerta, con la 
esperanza de que el guarda pueda indicarme la dirección correcta, 
garabateo el nombre de mi abuelo y la palabra “comunista” en un pañuelo 
de papel a la vez que le muestro mi permiso de conducir.
Cuando por fin dejo claro que he venido desde Inglaterra para visitar la
 tumba de mi abuelo Kim Philby –el agente soviético que fue enterrado 
como un héroe en algún lugar de este cementerio a finales de los años 
ochenta–, el viejo guarda comienza a gritar y me conduce a una oficina a
 través de una puerta privada. Allí le explica la historia a un hombre 
alto, vestido con una gabardina oscura,que se identifica como el “jefe”.
 Éste, a su vez, me hace salir fuera en dirección hacia un flamante 
Range Rover con ventanas ennegrecidas.
Unos segundos después, cruzamos el cementerio a toda velocidad con el 
conductor haciendo varias llamadas telefónicas por el camino, cada una 
consistente en unas pocas frases cortas. A continuación,giramos por 
diferentes calles llenas de tumbas hasta el camino principal, controlado
 por guardias armados. Cuando divisan nuestro coche, los hombres se 
mueven de sus puestos, saludando y haciendo zumbar las puertas 
eléctricas; uno de ellos salta al asiento delantero y pide instrucciones
 mientras nos ponemos de nuevo en marcha.
Cinco minutos más tarde, estoy mirando la sombra de un árbol alto y sin 
hojas que se extiende sobrela nieve, en el camino frente a la tumba de 
mi abuelo. Y me pregunto quién habrá estado aquí en las últimas horas y 
ha colocado un montón de flores de brillantes colores en la base del 
sepulcro.
Charlotte Philby, de pequeña, con su abuelo Kim, durante una de las visitas familiares a su apartamento de Moscú
Hay muchas cosas que sé sobre él con total certeza. Los hechos básicos, 
después de todo, están bien documentados. Kim fue reclutado para la 
causa comunista cuando era un estudiante en la Universidad de Cambridge.
 Después de su graduación en 1933, viajó a Viena para servir en la 
organización comunista internacional “Comintern”, que era ilegal en 
Austria. En su bolsillo portaba únicamente las 100 libras esterlinas que
 le había dado su padre, que también se había graduado en esa misma 
universidad.
St. John, un inconformista como su hijo, se había unido al Servicio 
Británico de Relaciones Exteriores en 1917, cuando Kim contaba cinco 
años de edad. Fue un oficial de la Función Pública de la India que se 
volvió arabista y explorador, que se pasó veinte años viajando en 
camello cartografiando el inexplorado desierto saudí de Rub al-Jali y 
que cruzó innumerables caminos en compañía de Lawrence de Arabia. Se 
acabó casando con una esclava que le regaló su amigo el rey Ibn Saud de 
Arabia Saudita, de quien fue asesor personal durante muchos años. 
Descontento con la política británica en el Medio Oriente, el padre de 
Kim renunció al Servicio Exterior en 1930, convirtiéndose al Islam y 
tomando el nombre de Hajj Abdullah.
En 1933 Kim se marchó a Viena. Allí se ofreció como voluntario en el 
comité de refugiados, recaudando fondos y escribiendo y difundiendo 
propaganda en secreto. También distribuyó ropa y dinero entre todos 
aquellos que habían huido de la Alemania fascista. Se casó con Litzi 
Friedmann, una activista judeo-austríaca, para ayudarla a salir de su 
país. Cuando en mayo la pareja regresó a Inglaterra, Kim ya era un 
agente soviético. Encontró trabajo como corresponsal en el extranjero y 
viajó mucho, mientras se iba aproximando a los servicios de inteligencia
 británicos. En 1944 fue nombrado jefe de la recién creada Sección 
Antisoviética, siendo enviado más tarde a Washington. Allí, como máximo 
representante y enlace del Servicio Secreto de Inteligencia, trabajó 
durante varios años con la CIA y el FBI. A lo largo de todo ese tiempo 
puso una gran cantidad de información directamente en las manos de los 
rusos.
A su regreso a Inglaterra, Kim se esforzó mucho en cubrir las huellas de
 su pasado comunista. En 1934 se unió a la causa de la Amistad 
Anglo-Germana, editó una revista pro-Hitler, se entrevistó repetidas 
veces en Berlín con el Ministro de Propaganda alemán e incluso fue 
condecorado por Franco en 1938 con la Cruz Roja al Mérito Militar. Poco a
 poco se fue convirtiendo en uno de los agentes dobles más astutos y 
traicioneros de todos los tiempos.
El agente “Stanley”, tal como se le conocía, era sin duda despiadado. De
 acuerdo con un reciente artículo publicado en el Daily Telegraph: 
“Durante años Philby saboteó misiones aliadas detrás Telón de Acero y 
envió a la muerte, de forma calculada, a docenas de agentes”. Casi con 
toda seguridad, Philby delató a los primeros albaneses entrenados por el
 Gobierno británico que fueron lanzados en paracaídas para sabotear el 
régimen comunista de Enver Hoxha y que acabaron siendo ejecutados. Es 
comprensible, por tanto, que sea odiado por mucha gente. En artículos 
publicados en internet los lectores lo describen habitualmente como 
“maligno” y “un cáncer para la sociedad”. Hace apenas cinco años, a mi 
madre y a mí nos echaron de una tienda en Arizona a causa del nombre en 
nuestras tarjetas de crédito.
Pero como el escritor Graham Greene –íntimo amigo de mi abuelo y oficial
 de la inteligencia británica que trabajó bajo sus órdenes en el MI6– 
escribió en la introducción de la autobiografía de Kim titulada Mi 
guerra silenciosa: “Desde su punto de vista, el fin, por supuesto, 
justificaba los medios. Sin embargo, éste es también el punto de vista, 
tal vez menos abiertamente, de la mayoría de los hombres que se dedican a
 la política, si hemos de juzgarlos por sus acciones, ya sea un Disraeli
 oun Wilson”. “'Él traicionó a su país' –sí, tal vez lo hizo–”, continúa
 Greene, “¿Pero quién de nosotros no ha cometido traición por algo o 
alguien más importante que un país? Philby creía que estaba trabajando 
para cambiar las cosas, lo cual beneficiaría a su patria”. 
A lo largo de su vida, Kim se casó cuatro veces y tuvo cinco hijos con 
su segunda esposa Aileen Furse. Su hijo mayor fue mi padre John Philby. 
En 1963, siendo un estudiante de arte de 19 años de edad, John se enteró
 de que su padre era un espía soviético mientras bajaba de un ferry en 
la Isla de Wight. Allí se encontró con un cartel en el que ponía que Kim
 era un hombre buscado por la justicia. Había transcurrido mucho tiempo 
desde que comenzaron las sospechas. En 1951 Kim había avisado a su 
compañero de Cambridge Donald Maclean que Gran Bretaña conocía sus 
actividades como espía y que se había emitido una orden para su arresto.
 Cuando Burgess y Maclean huyeron a Moscú, evitando su captura, Kim fue 
el principal sospechoso de haberles dado el chivatazo. Pero en el famoso
 “Juicio Secreto” de 1952 convenció a su interrogador del MI5 Buster 
Milmo de que él no era un agente soviético. Logró engañarlo mediante el 
uso de su tartamudeo ocasional, con el que ganó tiempo para poder pensar
 antes de decir alguna mentira demasiado evidente. En 1955 Harold 
Macmillan, por entonces secretario de Relaciones Exteriores, leyó un 
comunicado confirmando que no había pruebas de que Kim Philby fuese un 
espía. En 1962, cuando Macmillan era ya Primer Ministro, el agente doble
 soviético George Blake fue arrestado. Kim ya no pudo ocultar la verdad 
por más tiempo.
Fotografía del portal de un edificio de
 Moscú no explicitado por la autora del artículo. Quizás para 
salvaguardar la intimidad y la seguridad de las personas vinculadas a 
Philby, en el texto no se hace referencia a este lugar
Estos son los hechos, aunque también hay un montón de interrogantes al 
respecto. Y son estas dudas las que tenía en mente cuando, al día 
siguiente, caminaba desde mi hotel en dirección hacia el apartamento de 
Kim, a través de la plaza Roja, siguiendo una ruta dibujada a lápiz 
sobre mi mapa.Unas indicaciones vagas elaboradas a partir de los 
recuerdos combinados de varios familiares, ninguno de los cuales ha 
estado aquí en los últimos 20 años.
A pesar de que visitamos a Kim en numerosas ocasiones, nadie de la 
familia dispuso nunca de su dirección en Moscú. En aquellos días, la 
correspondencia debía ser enviada a un apartado de correosde la ciudad. 
En su respuesta, Kim firmaba siempre con un nombre en código, “Panina” 
(una combinación de Pa y Nina, el alias utilizado por la esposa de Kim).
 Cada vez que íbamos a verle, nos recogían en el aeropuerto y nos 
llevaban hasta su piso en un coche del KGB. Y lo hacían a través de una 
ruta tortuosa para que nadie pudiese recordar cómo llegar hasta ese 
lugar.
Fue de hecho durante esos viajes cuando se formaron algunos de mis 
primeros recuerdos sobre las visitas a Kim. Por ejemplo, el estar casi 
“volando” por el tercer carril de una autopista en el interior de un 
coche camuflado. A veces, el conductor corría una cortina en la parte 
interior de las ventanillas y, antes de partir, ponía en el techo del 
coche una baliza con una luz azul intermitente. Si teníamos mucha 
suerte, en ocasiones –y esto sucedía en la década de 1980– desde un 
compartimento cerca de la palanca de cambios nos llegaba el sonido 
lejano de un zumbido. Nuestro escolta sacaba entonces de su interior un 
teléfono conectado a un cable en espiral y hablaba en voz baja 
repitiendo siempre las mismas dos palabras, “khorosho” y “da”, una y 
otra vez antes de colgar.
De todas formas, aunque hubiese conocido la dirección del abuelo, en el 
año 2010 ya no resulta un dato de mucha utilidad. Desde la desaparición 
de la Unión Soviética, muchas calles han cambiado de nombre. Pero esto 
hoy no importa. Como he dejado un buen margen de tiempo para poder 
perderme por las calles de Moscú, encaro tranquilamente el camino hacia 
el apartamento donde Kim vivió sus últimos 25 años de vida. Y donde su 
viuda Rufa me está esperando para pasar juntas una larga tarde de 
merienda y té.
Por el camino paso junto a algunos de los viejos refugios de mi abuelo 
y, haciendo caso a los consejos que daba a sus visitantes –“si ya no 
puedes sentir tu nariz, entra dentro”– hago una parada breve para tomar 
un café en el hotel Metropol, el famoso punto de encuentro soviético. 
Atravesar el desvencijado detector de metales de su entrada principal es
 como pasar a través del túnel del tiempo.
                                     
Hall del hotel Metropol de Moscú
En una zona aislada junto al restaurante con cúpula (uno de los 
favoritos de Kim) veo un bar con poca iluminación que es atendido por 
camareros de piel gris. Las columnas que imitan el mármol se reparten 
entre racimos de sillas pintadas con pesados colores rojo y oro. Dichas 
sillas están frecuentadas por grupos de hombres con trajes anticuados, 
maletines y gafas de montura gruesa, que beben vasos de vodka bajo una 
nube de humo de cigarrillo. Es evidente que todo esto ha conocido 
mejores tiempos.
La calle Tverskaya, la principal vía de Moscú, que yo recuerdo de las 
vacaciones de mi infancia como un tramo gris y monótono plagado de colas
 de gente que parecía que no sabían lo que estaban esperando (aunque 
generalmente eran naranjas o helado), resulta hoy en día apenas 
reconocible.Toda ella es una red de tiendas de diseñadores de moda y 
telefonía móvil, intercaladas con carteles chillones que cuelgan entre 
los edificios por encima de unas aceras siempre concurridas.
La Oficina Central de Correos, donde Kim iba cada mañana a recoger su 
correspondencia y una pila de periódicos británicos y estadounidenses, 
se encuentra a mitad de camino, a la izquierda de la calle. En su 
interior, el atrio que lleva al mostrador de clasificación y punto de 
recogida está salpicado de puestos de venta de productos electrónicos, 
caros accesorios de telefonía móvil y flores a tres Libras Esterlinas el
 tallo. Hay dos tiendas más de teléfonos móviles en el interior del 
edificio. En los escalones, una babushka envuelta en pieles pesadas y 
rodeada de bolsas de plástico cuenta un puñado de monedas de un penique.
Recuerdo una breve conversación telefónica que he tenido esta mañana con
 uno de los viejos camaradas de mi abuelo en el KGB, con quien he estado
 en contacto durante el transcurso de mi investigación para escribir 
este artículo. Me ha dicho que un grupo de cinco o seis de los ex 
colegas de Kim aún se reúnen cada mes para hacer un brindis en su honor.
 “No hay duda de que su abuelo habría desaprobado los agudos contrastes 
en la Rusia actual”, me ha dicho.
El alcance de estos contrastes se puede comprobar en dos artículos 
aparecidos consecutivamente enThe Moscow Times. El primero informa que 
Rusia ocupa el lugar número 143 en la lista de las economías más libres 
del mundo, “sólo un punto más alto que los países con economías 
'reprimidas'como Vietnam, Ecuador, Bielorrusia y Ucrania”, mientras que 
el siguiente cuenta cómo el oligarca Roman Abramovich, cuya riqueza 
asciende a 7.000 millones de Libras Esterlinas, se ha apoderado de 
treinta y cinco valiosas obras de arte para decorar su yate privado de 
170 metros de eslora.
Antigua plaza Dzerzhinski, con el magnífico edificio de la Lubyanka (sede del KGB) al fondo
Un poco más allá de la esquina desde la que se domina la plaza Pushkin 
–el lugar donde se dice que se reunían los disidentes, sacándose los 
sombreros como señal para reconocerse entre ellos– está la antigua sede 
del hotel Minsk
 que, como gran parte de la ciudad, se encuentra inmerso en un largo 
proceso de reconstrucción. En este lugar Kim se encontró por primera vez
 con el periodista Murray Sayle en 1967. Después de haberse asegurado la
 primera reunión de Kim con la prensa occidental tras su deserción, 
Sayle dice que lo encontró “un hombre cortés [que] sonríe mucho, con un 
pelo gris bien cortado y tez rubicunda que sugieren vitalidad y disfrute
 de la vida”.
El periodista añade que Kim demostró tener mucho aguante con la bebida 
durante el curso de sus reuniones posteriores, que tuvieron lugar a lo 
largo de una serie de largas comidas regadas con mucho alcohol: “Yo no 
podía detectar ningún cambio en su estado de alerta ni en su jovialidad 
mientras el camarero llegaba con tandas de 300 gramos de vodka o 600 
gramos de coñac armenio”. Al igual que mi padre, Kim tenía un 
resistencia increíble. Ambos bebían cuando jugaban al ajedrez en el piso
 en Moscú (mientras yo correteaba causando estragos en la sala de estar)
 y durante sus largos viajes a Siberia y Bulgaria. Sin embargo, mi 
abuelo no siempre fue del todo “impermeable”. En una ocasión, después de
 habernos acompañado al aeropuerto para volver a casa, él y mi padre 
estaban tan borrachos que el personal de la terminal tuvo que meterlos 
en un armario, bajo unas escaleras y con una botella de vodka, para 
mantenerlos callados, mientras el embajador británico deambulaba por el 
edificio principal esperando el mismo vuelo hacia Londres.
Cuando le pregunté a mi padre, poco antes de morir el año pasado, lo que
 sentía por la traición de su propio padre, me dijo exactamente lo que 
Kim le había dicho a Sayle durante esa entrevista en 1967: “Para 
traicionar, primero hay que pertenecer”. Y como Kim se dijo a sí mismo: 
“Yo nunca pertenecí”. Mi padre siempre tuvo un gran respeto por mi 
abuelo. Me dijo que incluso cuando era un niño, él siempre supo que 
estaba tramando algo, aunque no sabía qué. La pareja se llevó bien en 
estos últimos años –eran muy similares en muchos aspectos– y mi padre 
dijo que nunca sintió ningún resentimiento, ni siquiera cuando era 
atacado injustamente debido a su apellido.
En su obra Single Spies, el escritor Alan Bennett afirmó que mi padre se
 presentó tarde al funeral de Kim. Dijo que, recién llegado directamente
 del aeropuerto, permaneció balanceándose detrás de una lápida 
sosteniendo unas bolsas llenas de bebidas alcohólicas. Pero lo cierto es
 que mi padre llegó a Moscú días antes del funeral y en una filmación 
hecha aquel día se le puede ver de pie justo detrás del ataúd de mi 
abuelo. Cuando Bennett se enteró de todo ello, escribió una nota a mi 
padre explicándole que la información procedía de una fuente fiable –un 
periodista de la BBC. Después de leer brevemente la nota, mi padre se 
encogió de hombros y la echó a una papelera. No se preocupó nunca de lo 
que los otros pensaban: “No seas aburrida ni tengas miedo de ofender a 
la gente”, fue una de las últimas cosas que me dijo antes de morir.
Mientras escribía este artículo, Bennett –autor también de An Englishman
 Abroad, en la que se imagina los años finales de Guy Burgess en Moscú: 
solitario, patético y totalmente frustrado–respondió a un artículo de 
opinión más corto que escribí en julio pasado como preparación para este
 trabajo. En él defendía la decisión de mi abuelo de no pedir disculpas 
públicamente por sus acciones. En su diario para la London Review of 
Books, Bennett escribió: “Philby parece haber sido responsable de la 
traición y presunta tortura y muerte de una red de agentes, un hecho que
 nunca se ha podido demostrar en el caso de Blunt. Lo que hay contra 
Blunt, y también contra Burgess, es que no eran periodistas. Estos se 
cuidan entre ellos y Philby se hizo pasar por un reportero borracho 
ydespreocupado. Por eso fue tratado con más indulgencia por los de su 
profesión”.
Bennett concluye: “Charlotte Philby cree que su abuelo era más honesto 
de lo que lo fue realmente. Sin embargo, se trató de un honestidad de 
taberna. Philby era el clásico tipo de 'Vamos a tomar otra bebida, 
viejo'. El bueno de Kim”. Me gustaría haber discutido un poco más con 
Bennett sobre sus comentarios, pero por desgracia cuando me puse en 
contacto con su agente para solicitar una reunión, mi invitación fue 
rechazada.
En la plaza Pushkin, tuerzo a la izquierda, según mi mapa, más allá de 
la tienda de comestibles donde Kim –como animal de costumbres que era– 
recogía su suministro diario de pan y de cualquier fruta y verdura que 
estuviese disponible para el consumidor. A él le gustaba el hecho de que
 en Moscú sólo se pudiesen comprar alimentos de temporada. Sin embargo, 
siempre pedía a sus familiares que le llevasen sus productos favoritos 
no–perecederos que no podía comprar allí: mermelada, Marmite y salsa 
inglesa.
Hacia el final, tal como puedo comprobar ahora cuando entro en su piso, 
Kim se rodeó de cosas pertenecientes a la cultura británica y a la vida 
en el otro lado del Telón de Acero: desde novelas de P.G. Wodehouse a 
las especias de la India que usaba para su legendario curry.
Para algunos, detalles como éste han alimentado la cuestión de si 
–llegado por primera vez a la patria por la que lo había sacrificado 
todo, que se supone que representaba todo por lo que él había luchado y 
donde viviría el resto de sus días en el exilio– se volvió una persona 
desilusionada y amargada,añorando el país que había traicionado.
Sin embargo, yo creo que mi abuelo nunca se cuestionó ni una sola de las
 decisiones que tomó. Es cierto que, como todos los hombres de la 
familia Philby, era autodestructivo. Pero, más importante que eso, cada 
decisión que tomó lo hizo conscientemente. Kim sacrificó todo lo que 
tenía: arriesgó su vida y las vidas de otros, traicionó a sus compañeros
 y engañó a su familia y amigos (incluso llegó a espiar a su propio 
padre tal como se explicará en breve) porque él realmente creía –desde 
el momento en que se unió a la lucha contra el ascenso imparable del 
fascismo– que el comunismo era una causa estimable a la que valía la 
pena aferrarse por encima de todo.
Por supuesto que tomó decisiones audaces y enormemente polémicas, 
algunas de las cuales tuvieron consecuencias fatales. Pero no lo hizo a 
la ligera. Como Kim le dijo a mi madre cuando ella le preguntó si sentía
 algún remordimiento, él creía que era un soldado, luchando en una 
sangrienta guerra en el siglo más sangriento de la historia. Y si un 
soldado está luchando por una causa en laque cree, en la cual piensa que
 vale la pena sacrificar vidas humanas, aunque al final su bando pierda 
la guerra, ¿Significa eso que se equivocó al unirse a esa lucha?
Kim incluso engañó a sus propios hijos, abandonándolos cuando huyó a 
Moscú. ¿Fue esa una decisión egoísta? Quizás. Sin embargo, en su mente 
también estuvo plenamente justificada. Según sus palabras: “Yo soy 
realmente dos personas. Soy una persona privada y una persona política. 
Por supuesto, si hay un conflicto, la persona política es lo primero”.
En 1983, aproximadamente un mes después de que mis padres, siendo aún un
 bebé, me llevasen a visitarlo por primera vez, Kim nos envió una copia 
de la obra Sobre la dictadura del proletariado de Lenin, además de una 
larga y bella carta dirigida a mi abuelo materno, con quien era 
improbable que se llegase a reunir nunca. En el interior escribió: 
“Adjunto algunos extractos de nuestra biblia. Al igual que vuestras 
Santas Escrituras, está abierta a diferentes (y a menudo 
contradictorias) interpretaciones, de acuerdo con los gustos y 
prejuicios del lector”.
En la carta añadía: “El problema es que [Lenin] siempre estaba 
escribiendo a tenor de las cuestiones candentes de cada día (o incluso 
de cada hora); y, naturalmente, su estrategia y sus tácticas cambiaban 
para satisfacer esas circunstancias variables... Mi edición rusa cuenta 
con cincuenta y cinco grandes volúmenes, por lo que existe un amplio 
margen para la cita selectiva e incluso la interpolación espuria. ¿Quién
 va a revisar cincuenta y cinco volúmenes para comprobar una sentencia 
extraña? Sin duda, Jeremías se enfrentó a problemas similares”.
Kim no era ningún ingenuo. Sabía que su ideal, como cualquier otro, era 
susceptible de ser corrompido. Pero eso no significaba que el ideal en 
sí fuese corrupto o que no valiese la pena. Además, quizás no siempre 
tuvo la razón. Como me reiteró por teléfono su ex colega del KGB: “Kim 
fue un comunista idealista. Él creía en la libertad de expresión y 
pensaba que el estalinismo y todo aquello sería temporal”. Obviamente, 
lo que sucedió después demostró lo contrario.
Tal vez en la época en la que murió, un año antes de la caída del Muro 
de Berlín –y sabiendo lo que debía saber por entonces–, seguramente se 
sintió decepcionado. Pero incluso en aquel momento de su vida, después 
de haber tomado decisiones basadas en sus profundas convicciones 
políticas, no creo que hubiera hecho las cosas de manera diferente.
El apartamento de Kim está situado en un bloque de varios pisos de 
altura no muy lejos de la plaza Pushkin. Se distingue de los otros por 
un pequeño balcón. Hoy en día la calle peatonal donde se encuentra sólo 
es accesible a través de una puerta codificada, y la fachada del 
edificio ha sidorestaurada hasta hacerla casi irreconocible. En el 
interior, sin embargo, el ascensor es tan “temperamental” como lo fue 
siempre, así que subo a pie hasta su apartamento, reconociendo al 
instante la extraña puerta tachonada de cuero que aparece mientras 
asciendo por la escalera.
Charlotte Philby, posiblemente frente 
al edificio donde vivió su abuelo (la dirección exacta no aparece en el 
artículo, aunque sí muchas pistas sobre su ubicación)
La última vez que estuve en este apartamento, a los seis años de edad, 
hacía tan solo unos pocos días que Kim había fallecido y mis padres y yo
 fuimos recibidos por un mar de ojos hinchados. Durante nuestra 
estancia, los gritos y gemidos rebotaban en las paredes. Ahora, mientras
 la viuda de Kim me recibe en la puerta ofreciéndome un par de 
zapatillas de lana, el ambiente es tranquilo y calmado.
El piso del abuelo está casi exactamente como cuando él murió: “Después 
de que Kim se fuese, yo no quise cambiar nada”, dice Rufa. “Se trata de 
una casa antigua, no como esas otras de la nueva Rusia donde todo es 
moderno e importado”. Ella no puede imaginar lo que Kim habría hecho en 
este nuevo mundo, donde una minoría se ha enriquecido enormemente 
mientras que muchos –la gran mayoría fuera de la capital– viven en la 
miseria con poco apoyo del Estado.
En la sala de estar, por encima del sofá cuelgan las mismas pieles junto
 a un par de pistolas afganas que le regaló un colega del KGB a quien 
conocí con anterioridad. El sillón de Kim, en el que a nadie más, bajo 
ninguna circunstancia, le fue permitido sentarse mientras estuvo vivo 
–tampoco durante muchos años después de su muerte, agrega Rufa– continúa
 justo donde estaba, encabezando una mesa baja.
El gramófono, frente al cual Kim tomaba asiento cada tarde a las siete 
en punto para escuchar el Servicio Mundial, mientras bebía una taza de 
café, emite un tremendo gemido cuando vuelve a la vida, aunque sigue en 
muy buen estado. Y la cocina, en la que preparaba su desayuno ritual a 
base de beicon, huevos y tostadas (otro hábito inglés que nunca rompió) y
 donde pasó muchas horas cocinando todas las noches, está ahora inundada
 por el olor de los crepes salados que Rufa prepara para nuestro 
banquete de cinco horas.
De entre todos los rincones de la casa, el lugar donde la presencia de 
Kim se deja notar más es en su estudio. Aquí, rodeado de una gran 
biblioteca, se sentaba durante horas. El único cambio que puedo observar
 es un ordenador sobre su escritorio, donde antes hubo una vieja máquina
 de escribir. La vista desde una de las ventanas es, también, 
notablemente diferente. Desde el balcón se puede ver el mismo patio de 
la escuela en el que niños con pesadas chaquetas de esquí están 
enfrascados en un juego eterno: lanzarse desde lo alto de unas escaleras
 de hormigón hasta el suelo, donde gruesas capas de nieve amortiguan el 
golpe. Pero tras una ventana más pequeña, justo enfrente de la puerta, 
la vista de Moscú es interrumpida por el latido de un anuncio de neón de
 Samsung. Más tarde veré elmismo anuncio por encima de una estatua de 
Lenin, cerca de la antigua sede del KGB.
La biblioteca de Kim, que se hizo enviar poco después de su aparición en
 la Unión Soviética, es testimonio de sus complejidades y sus 
contradicciones: en las estanterías que hay a lo largo de las cuatro 
paredes de la habitación, los clásicos rusos y los textos comunistas más
 importantes están situados junto a las novelas de Raymond Chandler y 
P.G. Wodehouse; hay diecinueve volúmenes de la Historia Moderna de 
Cambridge y un álbum de recortes sobre Sherlock Holmes. Difícilmente se 
puede pasar por alto la ironía de un hombre que tan resueltamente 
traicionó a su país pero que en su apartamento soviético se rodeó de 
condimentos británicos, periódicos ingleses y alegres obras clásicas de 
su país.
Como se ha señalado anteriormente, este detalle, junto con el excesivo 
consumo de alcohol, fueron interpretados como síntomas de que al final 
de su vida Kim se convirtió en un hombre roto, desilusionado y 
desanimado. Llegó a Moscú esperando recibir encargos importantes en un 
puesto de alto rango dentro del KGB y, sin embargo, se quedó con muy 
poco que hacer, usando la bebida para soportarlo. De hecho, cuando en 
1994 –seis años después de su muerte– el escritor ruso Genrikh Borovik 
tuvo acceso a los archivos desconocidos que había en el KGB sobre Kim, 
quedó claro el grado de desconfianza que los rusos tenían sobre él.
Esos documentos revelaron que Philby fue reclutado porque se creía 
erróneamente que su padre, StJohn, era un oficial de la inteligencia 
británica. Una de las primeras tareas que se le encomendó fue la de 
espiar a su propio padre, lo cual hizo sin lugar a dudas. Su trabajo dio
 muy poco de sí ya que, aunque los rusos no quisieran creerlo, no había 
nada que desenterrar.
Durante años hizo todo lo que se le pidió. Entregó todo lo que tenía a 
la causa y, aún así, Moscú siempre sospechó de un hombre que había sido 
descrito como el mejor y más leal sirviente.
Discutiendo las razones de esta postura en la introducción del libro de 
Borovik, The Philby Files, el periodista y biógrafo Philip Knightley 
–que entrevistó exhaustivamente a mi abuelo durante sus últimos años de 
vida– escribe: “¿Eran tan tontos los dirigentes de los servicios de 
inteligencia británicos como para ignorar que había informaciones 
importante que estaban fluyendo hacia Moscú? ¿Con sus puntos de vista 
comunistas en Viena y su esposa austríaca también comunista, fue 
reclutado para el SIS a pesar de los procedimientos para investigar sus 
antecedentes?”.
En el caso de Kim, no ayudó el hecho de que varios de sus controladores 
soviéticos –incluyendo a “Mar”, el hombre que lo reclutó– fueran 
ejecutados con posterioridad como “enemigos del pueblo”. Pero sobre todo
 el problema fue que la inteligencia de Kim era demasiado prodigiosa y, 
en perjuicio suyo, los servicios de inteligencia tienen tendencia a 
creer que cuanto mejor sea la información, más debe ser cuestionada.
Eso fue lo que ocurrió. Al final –a pesar de haber sido descrito de 
forma renuente por Allen Dulles (jefe de facto de la CIA entre 1953 y 
1961) como “el mejor espía que Rusia ha tenido jamás”– Kim fue vigilado a
 la vez que protegido por sus maestros. Le impidieron usar todo su 
potencial y él esto lo lamentó mucho. Sin duda le molestaba enormemente 
tener que ir acompañado siempre donde quiera que fuese en sus primeros 
años de vida en Moscú, como atestigua Rufa. Pero si todo ello generó en 
él un sentimiento de autocompasión, esa es otra historia.
En primer lugar, la vida de Kim detrás del Telón de Acero no fue tan 
mala. Tenía amigos y una esposa. Se entregó a una cultura a la que 
amaba, yendo a conciertos, al ballet y a las galerías de arte. Viajó a 
Cuba, Berlín Este y a través de la Unión Soviética. Y pasó los fines de 
semana en su querida dacha.
En segundo lugar, estuvo siempre preparado para lo que pudiera suceder. 
Sabía lo que estaba arriesgando –su familia, sus amigos, su reputación– y
 tomó sus decisiones en consecuencia. Hizo todo lo que pudo por una 
causa en la que creía. Sabiendo todo esto, ¿qué había que lamentar? En 
cuanto a la bebida, Kim no necesitaba una excusa para abrir una botella,
 era un bebedor en los buenos y en los malos tiempos.
Contemplando el estudio de Kim, más allá de la foto donde posa orgulloso
 con el equipo local de hockey sobre hielo, debajo de una de su padre y 
otra con varios políticos soviéticos dándose la mano, mi mirada se ve 
atraída por una gran pintura en blanco y negro del Che Guevara. El 
cuadro asoma sobre una de las estanterías en la esquina de la derecha, 
como un ojo que todo lo ve. Recuerdo las palabras de Kim: “He seguido 
exactamente la misma trayectoria que él durante toda mi vida adulta. La 
lucha contra el fascismo y la lucha contra el imperialismo eran 
fundamentalmente la misma lucha”.
¿Se equivocó siguiendo el camino del comunismo, cuando tanta gente lo 
había abandonado? ¿Hizo mal en querer comprobar cómo acababa lo que él 
mismo había empezado? ¿Se puede considerar lamentable que creyera 
todavía que un estado comunista podía existir sin corrupción, una 
corrupción que afecta a todos los sistemas, en beneficio de una sociedad
 equitativa y justa? Sea lo que sea lo que pensemos sobre él, Kim sintió
 que la historia le daría la razón: “Voy a ser recordado como un buen 
hombre”, le dijo a mi madre tan sólo dos años antes de su muerte. Tal 
vez sea demasiado pronto para juzgarlo. Después de todo, el comunismo, 
según sus seguidores, es una “época final”. Un final inevitable una vez 
que todos los demás sistemas se han devorado a sí mismos. Cosa que, por 
supuesto, acabarán haciendo.
Mientras salgo del balcón, mis ojos se clavan en un punto concreto de la
 habitación. En medio de la estantería que hay detrás de su escritorio, 
por encima de la silla vacía y justo donde la cabeza de Kim habría 
descansado muchas veces, asoma un único libro. Caminando hacia él, leo 
asombrada el título de la novela de Anthony Trollope: Él sabía que tenía
 razón. 
     
Charlotte Philby con Rufina Ivanova, cuarta esposa de Philby y su viuda
Kim Philby: Cronología
1912 Harold Adrian Russell 'Kim' Philby nace el 1 de enero en Ambala, India, hijo de Dora y StJohn. 
1925 Asiste a la Escuela Westminster de Londres.
1929 Entra en el Trinity College de Cambridge. Se une a la Sociedad 
Socialista de la Universidad de Cambridge. Conoce a Guy Burgess, Donald 
Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross.
1933 Deja Cambridge como un comunista convencido. Va a Viena para servir allí a la causa. 
1934 Se casa con la judía comunista Litzi Friedmann. De regreso en 
Inglaterra, comienza a encubrir su pasado, uniéndose a la Asociación de 
Amistad Anglo-Alemana y editando su revista pro-Hitler. 
1937 Se une a The Times como corresponsal en el extranjero. En España, 
informa sobre la Guerra Civil desde el bando del general Franco, quien 
le otorga la Cruz Roja al Mérito Militar.
1940 Es reclutado por los servicios secretos británicos y se une al 
Servicio Secretos de Inteligencia (SIS) bajo la supervisión de Guy 
Burgess.
1941 Es transferido a la subsección ibérica del SIS. Se hace cargo de la inteligencia británica en España y Portugal. 
1942 Se casa con Aileen Furse, con quien tiene dos hijas y tres hijos. 
Su área de responsabilidad se amplia al Norte de África y al espionaje 
italiano. 
1944 Es nombrado jefe de la Sección IX, recién creada para operar contra el comunismo y la Unión Soviética. 
1946 Se traslada a Turquía, trabajando como jefe del SIS. 
1949 Se convierte en el representante del SIS en Washington. 
1951 Advierte a su compañero Donald Maclean (del “Grupo de Cambridge”) 
que se ha dictado orden de detención contra él. Maclean y Burgess 
escapan a Rusia. Philby es convocado para ser interrogado y se le pide 
que presente su renuncia como miembro del Servicio Exterior.
1955 El gobierno publica el informe sobre el asunto Burgess-Maclean. El 
Ministro de Asuntos Exteriores Harold Macmillan dice en el Parlamento 
que no hay evidencia de que Philby hayatraicionado los intereses de Gran
 Bretaña. Philby es despedido del Servicio Exterior por su asociación 
con Burgess. 
1957 Fallece Aileen Furse, segunda esposa de Philby. 
1958 Se casa con la estadounidense Eleanor Brewer. 
1962 George Blake es capturado. Philby queda al descubierto.
1963 Philby desaparece en Beirut el 23 de enero. Días después llega a 
la Unión Soviética. Gran Bretaña declara que Philby es el “tercer hombre”. 
1965 Recibe la Orden de la Bandera Roja, uno de los más altos honores militares de la Unión Soviética. 
1971 Se casa en Moscú con Rufina Ivanova. 
1988 Muere el 11 de mayo a la edad de 76 años. Se le entierra con honores de héroe de la Unión Soviética en el cementerio de Kuntsevo de Moscú.
Fuente original de la traducción: MOSCÚ DE LA REVOLUCIÓN











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