"Ás catro da mañá, nunca se sabe se é demasiado tarde, ou demasiado cedo". Woody Allen







martes, 27 de agosto de 2019

A favor de Israel desde la izquierda. Por Pilar Rahola


 

Por Pilar Rahola
 
Cuando Hermann Broch, en plena locura sanguinaria hitleriana, lanzó su terrible aseveración -“el peor crimen de Europa es la indiferencia”-, construyó algo más que una frase histórica. De hecho, intentaba lanzar un dardo al corazón mismo de la conciencia europea, la obligaba a mirarse al espejo y encontrarse consigo misma. El resultado de esa mirada interior, de haberse producido, habría tenido los mismos efectos que el retrato de Dorian Gray: la monstruosidad no solo no era ajena a la conciencia europea, sino que nacía de ella misma. Europa era indiferente en la superficie porqué era culpable en la profundidad, en ese abismo interior donde había mimado y alimentado durante siglos el huevo de la serpiente. 

La judeofobia no era una contingencia histórica, acotada en tiempo y espacio, sino una cultura de fondo que explicaba toda la historia de Europa. De alguna manera, el odio a los judíos había fundado Europa: era su más prominente socio fundador. Por eso Broch se equivocó en su grito desesperado: Europa no era indiferente, Europa era el problema. Y por eso mismo nunca hizo una introspección seria, históricamente tan hábil en el manejo de la minimización de la propia culpa. ¿Hitler? Hitler no fue más que el eslabón último de un progresivo proceso de destrucción del alma judía que conformaba el alma europea, proceso de destrucción que, a su vez, era necesariamente un proceso autodestructivo. Como dijo Benjamin Netanyahu seriamente dolido, en una de sus últimas visitas oficiales a Estados Unidos en representación de Israel, “los europeos ya nos quisieron exterminar una vez en el pasado”. Es decir, fue Europa quien quiso exterminar a los judíos –y de hecho consiguió exterminar muchas de las pieles de su resistente piel-, y vuelve a ser Europa quien, en cierto sentido, aboga por su exterminio.
¿Es ello cierto? Estoy desgraciadamente convencida de ello, y es esa convicción la que me lleva a escribir estas líneas. La convicción de formar parte de un cuerpo europeo que ha cometido el peor crimen de la humanidad, el exterminio industrializado de toda una cultura, y que, a pesar de ello, no se ha vacunado contra su propio odio. Europa se ha librado de los judíos, pero no se ha librado de la judeofobia.
Ello explica su histerismo acrítico pro-palestino, su izquierda ferozmente antijudía, su macabra banalización de la Shoah –esa “muerte del alma humana” que Lanzmann ha convertido en un cuerpo a cuerpo con uno mismo-, sus intelectuales de pacotilla tan amantes de la libertad que han ido amando intelectualmente a todos los dictadores de la historia, Mao-Tse-Tung, Stalin, Pol Pot, ahora Arafat. Ello explica esa nueva construcción ideológica del antisemitismo, versionada como antisionismo -y que Bernard Henry Levi considera la más depurada de las versiones modernas del racismo, aunque su formulación hubiera sido un clásico del pensamiento soviético…-, y explica también la fascinación que llega a producir, en determinada intelectualidad europea, cualquier fascismo que incorpore al antiamericanismo entre sus fobias totalitarias. Saramago sería el ejemplo más notable de lo que en 1884 August Bebel tipificó como “el socialismo de los imbéciles”. Y es que uno puede escribir como los ángeles y pensar como los idiotas…
Europa es Kafka. Y Heine (visto como demasiado judío en Europa y demasiado “europeo” entre lo judío), y Freud, y Marx y hasta Einstein. Sin embargo, al igual que el propio Kafka, no solo no conoce su identidad sino que la niega y la destruye, tan exiliada de si misma que ha hecho del autoodio una forma de reafirmación. Su relación con lo judío, propio y extraño a la vez, ha sido siempre la crónica de un harakiri planificado, hasta el punto de llegar a un sinsentido histórico: Europa no se explica sin lo judío y, al mismo tiempo, siempre se ha explicado contra lo judío. Es decir, contra sí misma. Su conciencia colectiva se forma a través de las diferentes formas que la judeofobia inventa, y de ahí nace todo. Igual que su antiamericanismo patológico, tan desleal con los miles de jóvenes americanos que perdieron la vida liberándola de sus más profundas miserias, su antisemitismo también es patológico. Finalmente, después de más de mil años de intentarlo, ha conseguido destruir su alma judía. Al hacerlo, se ha envilecido hasta tal punto que, en cierto sentido, ha muerto. 


Por eso, lo que queda de Europa después del holocausto se parece tanto al esperpento valleinclanesco: el espléndido héroe épico reflejado en el espejo cóncavo. Distorsionado. Embrutecido. Desprovisto de toda grandeza.
Escribo a favor de Israel, primero porque soy europea, y no olvido la responsabilidad directa de Europa en todo lo que acontece al mundo judío. De Europa es la responsabilidad de la creación del estado de Israel. Es Europa quien crea la conciencia, la necesidad de estado como última esperanza para la supervivencia. Es Europa quien escribe en 1896 el “Der Jüdenstaat”, de la mano de Theodor Herzl; es Europa quien envía, en 1906, a Yafo, a un joven proveniente de la Polonia rusa, el mítico David Grin, más tarde hebraizado como Ben Gurion. Hijos de los progrom, la diáspora y la destrucción sistemática de su pueblo, es Europa quien envía a miles de jóvenes a esa “tierra sin pueblo, para dotarla de un pueblo sin tierra”. Jóvenes que primero quisieron ser franceses, alemanes, polacos, rusos, hispanos, pero que fueron obligados a ser solamente judíos; es Europa quien crea la nación judía, pues, convirtiendo a su gente en el único pueblo del mundo destinado al exterminio total; es Europa quien construye la estación final de Ausschwitz; es Europa quien convierte la creación de Israel en la solución extrema… ¿Puede Europa autootorgarse un papel moral en el conflicto de Oriente Próximo sin partir de su radical, monstruosa, gigantesca inmoralidad histórica? Quizás esa es la clave para entender la actitud de su pensamiento oficial: con su adscripción maniquea y acrítica al victimario palestino, Europa se exorciza de su propia culpa, la niega hasta hacerla desaparecer. Ya no se trata de ser indiferente, como recriminaba Broch. Ahora se trata de ser dedo acusador, linda manera de dejar de ser culpable
La banalización de la Shoah forma parte de este mismo proceso de exterminio. Y aquí hay que ser de una claridad meridiana: el uso perverso de la memoria del holocausto como toma de postura en el conflicto de Oriente Próximo, es una degradación radical de la moralidad, y, sin duda, es la punta de lanza de un pensamiento profundamente reaccionario. La paradoja de que dicho pensamiento cuaje, sobretodo, entre intelectuales progresistas, líderes de izquierdas y movimientos defensores de los derechos humanos, no resulta sorprendente. Al fin y al cabo, esta paradoja define históricamente a una izquierda “tan verdadera”, que a menudo ha sido el brazo ejecutor de los postulados más retrógrados. Bien asentados estos movimientos en lo que Glucksmann llama “los agujeros negros” de nuestra memoria colectiva –Vichy, la guerra de Argelia, el Gulag soviético, las propias persecuciones contra los judíos-, reescriben hasta tal punto la historia que tienden a negarla. Y solo desde esa negación desde una negación estremecedora de la conciencia europea, se puede usar el holocausto como arma arrojadiza contra Israel. Ya no se trata solo de militar en la Hasbara, de amar el principio de información por encima de la propaganda, de querer ser cronistas de la verdad y no del odio. Se trata, sobretodo, de respetar a las víctimas del crimen industrializado. Porqué habrá que decirle a los Saramagos del mundo que banalizar a las víctimas de la Shoah es una forma de volver a matarlas. Como dijo alguien, el rigor histórico no solo es una obligación científica, ante el holocausto es una exigencia moral.
Por cierto, y con permiso de Joan Culla que utilizó este argumento en un artículo: si las 52 víctimas palestinas de Jenín (contabilizadas por una ONG tan poco sospechosa como Human Rights Wath), más las 23 víctimas israelíes -¿o no cuentan?- son equiparables al Holocausto, ¿a qué son equiparables el casi millón de personas que han muerto víctimas del proceso sangriento de islamización del Sudán, o las 20.000 víctimas del aplastamiento de la sublevación de la ciudad siria de Hama por parte de Hafed el Assad; o las 100.000 que tiene en su macabro haber el terrorismo islámico argelino? Y, ¿a qué sería equiparable la sistemática destrucción de poblados cristianos libaneses a manos de facciones palestinas? ¿A qué sería equiparable la matanza de palestinos que perpetró, en su particular septiembre negro, el buen amigo Hussein de Jordania?
Sin embargo, todo ello no cuenta para una izquierda que, datos en mano, no se indigna por las víctimas musulmanas, con su mítica aureola de tercermundismo que tanto gusta a esos viejos carcas de la progresía, sino exclusivamente por aquellas víctimas musulmanas que han caído bajo balas israelíes, en el fragor de un conflicto que es una guerra. Es decir, la misma izquierda que no recuerda que fueron los comunistas los que más comunistas mataron de la historia, tampoco tiene interés en saber que nadie ha matado más palestinos que los propios árabes. ¿Para qué perderse en números, si lo que mueve a indignación, a protesta organizada, a escándalo mediático y a reclamación ante la siempre atenta y amiga ONU –que llegó a tener de presidente a ese bonito nazi llamado Kurt Waldheim-, es exclusivamente la culpa judía? De ahí nace la inmoralidad de un Saramago, de ahí nacen esos reaccionarios de izquierdas, tan preocupados por los derechos humanos, que llegan a considerar una tragedia la caída del muro de Berlín. La izquierda implicada en el totalitarismo estalinista, y que sin embargo solo recuerda las culpas del fascismo…; la misma fascinada por un tercermundismo folclórico que llega a minimizar y hasta comprender el totalitarismo integrista; la misma que odia a América porqué en realidad odia, no sus errores, sino los valores que representa; la misma que odia a Israel, porque Israel es la encarnación más resistente y genuina del racionalismo. Y afirmar esto entre noticias militares, atentados y ocupaciones, podría parecer una impertinente osadía. Sin embargo, solo un estado arraigado en valores racionales, podría aguantar más de 50 años de intento sistemático de destrucción. En fin, la misma izquierda que ha encontrado en la ocupación de Cisjordania y Gaza la excusa perfecta para canalizar su antisemitismo.
Por supuesto no olvido un aspecto básico: la ignorancia. Oriente Próximo es lo más mentado en todos los cenáculos que se precien. Pero es lo más mal conocido. La superposición de mentiras ha llegado a ser tan notable, persistente y minuciosa que ha conseguido conformar una verdad paralela. Una realidad paralela.
Escribo, pues, a favor de Israel, porqué me repugna el uso perverso del holocausto, la pornográfica frivolidad con que se juega con la memoria de la peor tragedia de la humanidad. Y porqué, si yo soy Kafka, y Heine, y Freud, también soy cada una de las víctimas que murieron en la solución final… Ser europeo implica una dualidad terrible e inevitable: o se está en el lado de las víctimas; o se está en el de los verdugos. No puede existir la indiferencia que Broch mentaba: nadie, que no sea víctima, resulta ser inocente.

De la negación del holocausto cuelga, cual hijo natural del mismo proceso de distorsión, la negación de la violencia palestina. Así, mientras las víctimas israelíes no existen, convertidas en pura contingencia inevitable, las palestinas son revestidas de una aureola épica que las engrandece más allá del sufrimiento. Como si fueran la crónica de un martirologio, en esta nueva religión que es, para algunos, la causa palestina. Por ello no existe la pequeña Lea Schijverschunder, de 9 años, que quedó gravemente herida y perdió a 5 miembros de su familia. Un hombre bomba… No existen Galila Bugal, de 11, ni Shani Avi-Tzedek, de 15, dos de las decenas de víctimas muertas en uno de los autobuses repletos de civiles que hombres bomba hicieron estallar. No existen las decenas de víctimas infantiles de la Bar Mitzva que un hombre bomba decidió celebrar a su manera. Ni las 23 personas muertas en la celebración de la Pesaj, ni la mujer embarazada de 8 meses que un hombre, cara a cara, ametralló, en el mismo acto asesino en el que mataron, entre otros, a un bebe de meses. Ni siquiera existen los desplazados y los refugiados judíos –concepto que reconoce ni la ACNUR-, a pesar de que casi 800.000 judíos han tenido que salir de los países árabes, más del 95% en muchos casos. No existen las víctimas judías porqué son judías y, por ello, son responsables de su propia muerte, fatal destino de quienes han nacido en el pueblo elegido… para el exterminio. En el maniqueismo oficial que milita la gramática periodística europea, las víctimas sólo pueden ser palestinas. Y los asesinos, sólo judíos. Cualquier dato que tuerza esta dualidad perfectamente trabada, sencillamente es ignorado.
  
Y así creamos un nuevo lenguaje para una nueva épica, desprovistos como estamos de las épicas de antaño. A los asesinos fanáticos palestinos, les llamamos milicianos, bonito concepto de viejas resonancias románticas. No son, pues, locos hinchados de odio en el alma y de metralla en el estómago, sino resistentes. A las bombas indiscriminadas, pensadas para matar a víctimas civiles, cocidas en la cocina del odio totalizado, les llamamos acciones de lucha. Al propio odio, planificado desde la mismísima autoridad palestina, perfectamente estructurado como un pensamiento colectivo, odio en las escuelas, en las fiestas, en las canciones, en la vida, ese odio antiguo que llevó a Golda Meir a pronunciar una frase histórica, “llegará la paz cuando los palestinos amen a sus hijos más de lo que odian a los judíos”, ese odio no es odio, sino simple y razonable resentimiento.
Tampoco no existe un Arafat violento y totalitario, aunque su biografía terrorista sea tan amplia como los centenares de muertos que adornan su camino. Ese líder ciego que ha ido destruyendo todas las posibilidades de paz, que ha engañado a cada uno de los líderes israelíes con los que ha tratado y que, sobretodo, dinamitó la gran esperanza blanca de los acuerdos de Oslo; ese hombre tan abrazado a la causa palestina como alérgico a un estado palestino –matiz harto significativo, puesto que estado significa logística, contradicciones, complicaciones, quizás libertades…-; ese personaje que nunca quiso un pacto con Israel, sino el exterminio de Israel, y que mereció el desprecio de un Clinton convencido de haber sido traicionado, como también lo fue toda la izquierda israelí; ese líder de la violencia, responsable directo de la ola de atentados del momento actual –y de tantos otros-, y cuyo amor a la vida de los suyos es más bien escasa: “podremos sobrevivir a Sharon, pero, ¿sobreviviremos a Arafat?”, enfatizaba no hace mucho un palestino; ese hombre que acumula tantas muertes civiles como errores históricos, tanto totalitarismo violento como corrupción, y cuyo único ecosistema es la guerra, ese hombre no existe. Para la Europa de la nueva moral frente a lo judío, solo existe el pobre y viejo resistente, última ocasión para enamorarnos nuevamente de un dictador. No es un estratega, es un terrorista. Pero hemos decido que es nuestro terrorista, como cuando los piratas de uno, no eran piratas sino corsarios. Como cuando Kissinger dijo aquello de Pinochet: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. 
 
Y eso que los medios de comunicación europeos, los mismos que editorializan escandalizados con Belén o Jenín o Gaza, podrían haber hecho un festín con las violaciones palestinas de los acuerdos de Oslo. Y eso que las denuncias, contra Arafat, por corrupción con las ayudas europeas, han sido publicadas incluso en Kuwait. Y eso que, puestos a pedir juicios por crímenes contra la humanidad, Arafat lleva algunas maletas sangrientas a cuestas. ¿No sería el exterminio de 30.000 cristianos libaneses, unos 10.000 a manos de las milicias de Arafat, un titular bien bonito? Y eso que publicar la arenga de muchos imanes, apelando a la obligación al martirio, daría mucho juego, con su sistema metódico de inculcación de valores fatalistas. Y eso que los millones de petrodólares dedicados al terrorismo palestino, y no a las escuelas, a los hospitales, a las infraestructuras, sería lindo de analizar. Y eso que cuando Gaza y Cisjordania estuvieron durante años en manos árabes, nadie sugirió allí un estado palestino, bonito tema de debate… Y eso… Pero en el periodismo que decide que la ocupación de la basílica de Belén por parte de 150 terroristas, armados hasta los dientes, que llegaron a adosar hasta 40 bombas en las paredes de la basílica, no es una ocupación terrorista, sino el asedio del ejército israelí contra un lugar sagrado, en ese periodismo ¿qué interés tiene la información, el rigor, la veracidad, la neutralidad? Sobretodo la neutralidad, habiendo optado todos por una cómoda y catártica “neutralidad pro-palestina”.
En la perversión última de esta consciente o inconsciente distorsión de la realidad, no existe una nueva forma de fascismo, el integrismo islámico. Existe solo una lucha con causa. Que el Mein Kampf de Hitler o los repugnantes “Protocolos de los sabios de Sion”, nacidos bajo la pluma de los servicios secretos zaristas, sean best-sellers en el mundo árabe, debe ser  un síntoma lógico de la lógica civilizada de las cosas… También debe ser lógico que algunos grupos nazis europeos hayan celebrado la caída de las Torres Gemelas y tengan a Bin Laden como un nuevo Fürher: todo cuadra. Todo menos el hecho de que Europa está volviendo a caer en sus mismos errores –“nos vuelve a traicionar” se oye en las calles de Israel-, incapaz de digerir a los judíos incluso cuando ya no habitan entre los suyos. ¿Cómo era aquello?: “primero nos dijeron ´no podéis vivir entre nosotros como judíos´. Después, ´no podéis vivir entre nosotros´. Finalmente, ´no podéis vivir´. No podéis vivir ni en Israel, el estado que creó la propia Europa. Por eso Israel tiene que pedir perdón por sus actos, incluso cuando tiene razón. Y nunca, nunca, puede equivocarse.
Como nunca puede perder. Porqué detrás de una derrota árabe llega otra guerra, y otra, y otra. Pero la primera derrota de Israel significaría su desaparición absoluta. “Si alguien dice que quiere destruirte, créele”, dijo Menahem Begin, y diez años después de su muerte, la afirmación no puede ser más válida. Incluso entre los sectores más dogmáticos del pensamiento europeo, hay una evidencia que resulta irrefutable: en el pensamiento colectivo israelí, late la irreversabilidad de un estado palestino, más tarde o más temprano. Su exigencia no es el territorio, es la paz. Pensemos, por ejemplo, en el retorno de todo el Sinaí a Egipto, cuando la paz con este país fue un éxito. “Solo es desierto”, me decía uno de esos ignorantes ilustrados que corren por ahí. Ni sabía ni tenía interés en saber que el Sinaí, ciertamente, era desierto cuando lo ocupó Israel, pero lo devolvió con pueblos urbanizados, hospitales, escuelas y… ¡petróleo! Petróleo que los árabes ni sabían que tenían, y ello teniendo en cuenta que Israel no tiene petróleo. Por cierto, fue Sharon en persona quien obligó al retorno de los colonos judíos que se habían asentado en el Sinaí. La obsesión de Israel es la seguridad y, en consecuencia, la paz. Por ello, las sucesivas derrotas árabes en las guerras contra Israel tienen un precio: el precio de la seguridad de Israel. En el pensamiento colectivo israelí, pues, y más allá de algunos radicales perfectamente minorizados en la sociedad, no existe la negación del derecho palestino. Israel quiere vivir seguro como estado y es a partir de la seguridad que se relaciona con el entorno, un entorno hasta ahora totalmente agresivo. En el pensamiento colectivo palestino, en cambio, lo que late es la voluntad de hacer desaparecer Israel y prácticamente nadie acepta la existencia de los dos estados. “Después de 32 años, ¿dónde está el Movimiento “Paz ahora” palestino”, se preguntaba con cansancio Mario Wainstein, co-fundador del Movimiento Shalom Ajshav y activo militante por el diálogo palestino-israelí. “¿Dónde, los intelectuales palestinos que nos dan el pésame por nuestras víctimas de atentados, como los veinte preminentes escritores israelíes que fueron a dar el pésame a las casas de víctimas palestinas?”. Sin raíces ancestrales, perdida en el gran magma de la identidad árabe –el propio mito irreal del pueblo palestino, se inventó como excusa para la ocupación árabe- la identidad palestina no solo es muy reciente, sino que sobretodo se ha creado en función del odio a Israel. Es decir, de la misma forma que Europa se explica, a la vez, por su componente judía y por su componente antijudía, ambas tan estrechamente relacionadas que conforman las dos caras de la misma identidad, también lo palestino se explica, casi exclusivamente, por su componente antijudío. Por ello es tan difícil acabar con la violencia extremista palestina. No solo por la irresponsabilidad de líderes violentistas como Arafat, o por la directa relación del petrodólar con el integrismo. También por un hecho más sútil, quizás menos tangible: si los palestinos renuncian al odio a los judíos, pierden una parte substancial de su identidad. Ergo, tienen que reinventarse. Pero, ¿están preparados para reinventarse? No lo parece… De manera que, Menahem Begin, si alguien dice que quiere destruirte, créele.
Escribo a favor de Israel, pues, porque no quiero ser cómplice de la deliberada, sistemática y peligrosa distorsión de la realidad que practica el periodismo europeo, con pocas excepciones, tan fusionado con la causa palestina, que llega incluso a tener mala conciencia cuando se ve obligado a noticiar algo que no señale la culpa israelí. Hasta los muertos israelíes son informados como una consecuencia del propio Israel. Como si Israel, en el fondo, los matara. A favor de Israel, pues, porque no acepto que la defensa de la causa palestina sea la excusa para un nuevo brote antisemita. Porque me repugna la ceguera de una izquierda, mi izquierda, que aún milita en sus tics más retrógrados, y que, llevada por sus fobias judeofóbicas –nunca reconocidas, y sin embargo perfectamente contrastadas- no acierta a vislumbrar el enorme peligro de la nueva cara del totalitarismo: el integrismo islámico. Fue Glucksmann también quien, no hace mucho, alertó al mundo árabe en este sentido: “el Islam, o consigue parar la locura de sus milicias, sus jóvenes combatientes de Dios, o habrá iniciado su propio fin, una vez haya caído en las garras del fanatismo, igual que les pasó a las dos otros ideologías totalitarias del siglo XX”. Y añade, hablando de los asesinatos indiscriminados a civiles: “Igual que no puedes dormir con quien quieras, tampoco puedes matar a quien quieras. La religión y la cultura están ahí para poner límite a ese nihilismo homicida, para reglamentar la violencia guerrera. Cuando todo está permitido, Dios y la tradición mueren; y si todo continua siendo permitido, entonces muere también el orden secular de la polis”. El odio se legitima cuando todo se permite. Que se legitime en nombre de Dios riza el rizo hasta la locura.
Mientras escribo estas líneas, me llega la información de un nuevo atentado, esta vez en la cafetería Frank Sinatra, repleta de estudiantes de la Universidad Hebrea de Monte Scopus en Jerusalem. De momento han muerto 7 jóvenes que preparaban sus exámenes, y otros 74 están heridos de diversa gravedad. Los clavos sin cabeza que acompañan a las bombas suicidas, para aumentar su potencial destructor, no tienen piedad… La noticia llega en forma de titular sangriento, pero, nuevamente, la gramática está cargada de ideología: “milicianos palestinos”, “venganza previsible”, “resistentes”… Al final, resultará que ha sido Sharon quien ha matado a los jóvenes universitarios. La legitimación del odio.
A favor de Israel, pues, porque, sin dejar de entender a la causa palestina, puedo y quiero entender también la causa israelí. ¿Entender significa aceptarlo todo, justificarlo todo, asumir las muchas responsabilidades que también tiene en el conflicto? Resulta evidente que no, pero no voy a cometer el error que tantas veces cometemos los que escribimos en términos de comprensión respecto a Israel: no voy a justificarme. El largo introito de excusas, parabienes y justificaciones múltiples que tenemos que escribir los que alzamos el dedito, casi acomplejados, y decimos que también asiste la razón a Israel, es uno de los procesos de demonización de la opinión más evidentes y exasperantes de los últimos tiempos. Nadie que escriba a favor de las razones palestinas, aunque milite en un aberrante maniqueismo simplista, necesita explicarse. La razón universal le asiste más allá incluso de la razón. Sin embargo, el solo hecho de intentar recuperar algunos de los fragmentos de ese espejo roto que es la verdad, y recordar que también existen razones, y víctimas, y dolor israelí, implica un gesto sospechoso por naturaleza, un gesto que nos convierte inmediatamente en cómplices del terror. Casi tenemos que demostrar que somos demócratas, a veces delante de demócratas de toda la vida que no sienten ningún pudor en defender actos de terrorismo totalitario. En este burdo contexto de criminalización de la opinión que no es visceralmente pro-palestina, se situa lo que muchos judíos llaman “la culpa actual de Europa” y que resumiría en la frase de un judío catalán, Ari Elijarrat, que me lo escribía en un e-mail: “la posición visceralmente pro-palestina de Europa es un freno para la paz en la zona”. Estoy segura de ello, de manera que voy a verbalizar una auténtica provocación: lo europeo y lo palestino se encuentran en un lugar común de poderoso atavismo y simbología, y por ello están tan unidos: se encuentran en el lugar común de la judeofobia. Europa es responsable directa de alimentarla en su interior, de permitirla en el exterior y de que la paz en la zona no sea, por ahora, ni un horizonte lejano… Los palestinos se sienten legitimados en su odio porqué Europa los legitima día a día. Y con ello no excluyo que Europa legitime las razones de la causa palestina, actitud ésta pertinente y legítima. Lo que denuncio es que legitima el odio, cosa bien distinta.

Bonito cuadro, el cuadro que conforman los fragmentos del rompecabezas: Europa destruye todo un pueblo; envía los restos del naufragio lejos de casa, convencida de su escaso valor –la sorpresa de la victoria israelí en las guerras a las que fue abandonado el pueblo judío, aún resuenan en los despachos del poder europeo -; y después le niega el derecho a usar la tierra en la que un día lo echó, ese trozo de desierto que nadie quería. Así, el judío victorioso pasa a ser nuevamente un personaje incómodo, indigerible y, encima, notoriamente antipático, como antipática es la visualización permanente de la propia culpa. Del judío victorioso pasamos al judío perseguidor, concepto mucho más digerible y encima entroncado con nuestro pasado glorioso: ¿o no es la reedición moderna del judío malo, usurero y comeniños de nuestro pensamiento medieval? Que linda manera de reencontrarnos a nosotros mismos. ¡hasta Isabel la Católica, esa a la que hacen santa, debía de tener razón!
Soy y me siento de izquierdas, aunque después de leer todo esto, Maruja Torres me habrá expulsado del olimpo, que en las Españas la izquierda es arabista o no es… Pero, cuestiones vaginales aparte, ser de izquierdas es, para mí, algo más que una definición ideológica, es una posición ante la vida, ante la sociedad, ante el pensamiento. Serlo implica ejercitar el sentido dialéctico, la crítica y la autocrítica, y desear transgredir la realidad para mejorarla. Nunca he entendido por qué esa postura vital, que se convierte en una posición ideológica, puede servir como excusa para canalizar dogmatismos acríticos, maniqueismos simplistas y hasta racismos encubiertos. O directamente, para verbalizar tonterías. El antiamericanismo, por ejemplo, tamaño disparate del pensamiento único de la izquierda que no piensa demasiado. O la judeofobia, nunca reconocida y sin embargo siempre presente. O el antisionismo, paraguas para encubrir con cómoda prestación el antisemitismo de siempre. O… Por eso también escribo a favor de Israel, porqué existe y tiene que existir una izquierda que no haga seguidismo de la propaganda, que abraza causas sin ahogar las causas del vecino, que ama a Palestina porque previamente entiende y ama a Israel. Una izquierda, en todo caso, que cuando lee lo de los “campos refugiados en Jenín” -¿refugiados? ¿en Jenín?- se harta de reír por no hartarse de llorar, dolida por la traición que la información sufre en manos de los informadores. Una izquierda que se siente cómplice de la izquierda israelí, y busca y no acaba de encontrar a la izquierda palestina… Una izquierda que puede defender una causa, pero que nunca aceptará que una causa se lo puede permitir todo, la muerte indiscriminada, por ejemplo… Una izquierda, en fin, que se sabe culpable como europea, y que no está dispuesta a volver a traicionar a su alma judía. ¿Existe? La reclamo para mí y para muchos, a pesar de ser consciente de la minoría dentro del magma acríticamente pro-palestino que nos camufla. Y lo digo por si no ha quedado meridianamente claro: su defecto no es su complicidad palestina. Su defecto es su acriticismo.
Queda pues dicho: a favor de Israel, la forma más inteligente, razonable, prudente y honesta de ir a favor de Palestina.
Am Israel jai be-Israel (“el pueblo de Israel vive en Israel”). Era el 14 de mayo de 1948 y la frase, pronunciada por Ben Gurion, cerraba un ciclo de miles de años de diáspora, persecución, muerte y resistencia. Pero nada impedía que también viviera, en franco vecindaje, el pueblo palestino. Un pueblo que llegó en masa a los desiertos de Judea precisamente porque llegaron los judíos… Más de 50 años después, los palestinos aún no han entendido que Israel tiene el derecho a existir. Y, sin embargo, por mucha camaradería de salón que reciban de sus aliados europeos, su única posibilidad de ganar la razón histórica es entendiéndolo

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