Por Bernard-Henri Lévy*
Project Syndicate - 18.10.16
¡Ah, la rabia de los vejestorios cuando se anunció el Nobel de Bob
 Dylan! ¡Qué escándalo hizo la academia; no la sueca, claro, sino la 
iglesia mundial de la literaturología!
El pánico de la burocracia literaria, atada a sus certezas, inmersa 
en cálculos mezquinos, en pronósticos errados, en astutos cambios de 
opinión, fue palpable. ¿Elección política o apolítica? ¿Por qué un 
estadounidense? ¿Por qué no una mujer? ¿O representante de alguna 
minoría visible, la que sea? ¿Qué tal este, que lleva veinte años 
esperando? ¿O aquel, que ya perdió la esperanza?
La verdad, por más que moleste a los carcamales, es que dar el Premio
 Nobel de Literatura a un autor que sólo escribió un libro no es más 
extraño que dárselo a Dario Fo o Winston Churchill.
Y hay otra verdad aun más grande: conferir el premio a uno de 
nuestros últimos poetas populares, pariente lejano de Rutebeuf, Villon y
 de todos los juglares y cantores de la soledad y el abandono; consagrar
 a un trovador, a un bardo de la hermandad de los solitarios y las almas
 perdidas; coronar al autor de baladas que han sido (tomando prestada la
 frase de André Suarès sobre Rimbaud) “un momento de la vida” de tanta 
gente en los siglos XX y XXI tiene mucho más sentido que sacarse de la 
galera al oscuro Rudolf Christoph Eucken o elegir al pobre Sully 
Prudhomme en vez de a Tolstoy.
No deberíamos responder con citas pedantes a críticos pedantes. Pero 
ante los que andan por ahí clamando “¡Eso no es literatura! ¡No lo es!”,
 es difícil no pensar en Francis Ponge, quien (citando a Lautréamont) 
define al poeta (o como diría él, “proeta”) como un bardo o trovador que
 al expresar la “voz de las cosas” se vuelve “el ciudadano más útil de 
su tribu”. ¿Y a quién le cuadra mejor esa definición que al autor de 
Chimes of Freedom o Long and Wasted Years, que ponen vida y música a lo 
que el crítico Greil Marcus denominó la “república invisible” de la 
cultura estadounidense?
O pensar en Mallarmé, quien nos exhorta, en más o menos los mismos 
términos, a “dar sentido más puro a las palabras de la tribu”. Una vez 
más, ¿quién mejor que este artista del collage, este camaleón de la cita
 y la intertextualidad, este lacónico letrista, este alquimista verbal 
que se pasó la vida reinventando las palabras ajenas y las propias, 
descubriendo los tizones ardientes de la era bajo las cenizas de las 
derrotas del día y transmutando en oro el plomo que antes oyera en la 
radio?
Pensemos, si no, en la distinción familiar entre el “escriba”, para 
quien el idioma es sólo un instrumento, y el “escritor”, para quien es 
un fin en sí mismo. ¿No hablaba de algo parecido Dylan cuando, tras años
 de luchar por los derechos civiles, la resistencia a la Guerra de 
Vietnam y el apoyo a la revolución feminista, tituló I’m Not There una 
de sus canciones más hermosas, como diciendo, “ya no estoy allí, ya no 
soy vuestro sirviente, todo eso se acabó, adiós y hasta nunca”?
Pero la cuestión real es otra. El ejercicio más concluyente sería 
comparar manzanas con manzanas, y al autor de Blonde on Blonde con los 
que fueron y siguen siendo sus contemporáneos fundamentales.
Dylan es un Kerouac que canta. Es un Burroughs que musicalizó el gran
 desfile de la generación beat, con sus fiestas salvajes y sus almuerzos
 desnudos. Es lo que dijo Allen Ginsberg cuando describió la conmoción 
que sintió en 1963 al escuchar por vez primera A Hard Rain’s A-Gonna 
Fall, una canción en la que los acentos y el ritmo, los súbitos cambios 
de énfasis, el viaje al corazón mismo de las palabras y la imaginación 
son eco de la mejor literatura de la época… ¡y encima con música!
¿Por qué echar en cara a Dylan que sea músico, acusarlo del crimen de
 superponer el ritmo del blues, el soul y el country a los de la Biblia,
 William Blake y Walt Whitman? ¿Por qué negar al artista trashumante del
 Never Ending Tour (¡más de dos mil presentaciones!) la honra que 
acordamos sin la menor vacilación al autor de En el camino?
Fue Louis Aragon, si no me equivoco, el que dijo que musicalizar un 
poema es como pasar del blanco y negro al color. Aragon, el poeta al que
 cantaron Léo Ferré y otros, creía que un poema que no se canta está 
medio muerto.
Pues bien, tal parece que Dylan fue el único de su era que supo 
encarnar a fondo la musicalidad inherente a la gran poesía, esa segunda 
voz que persigue a todo poeta, y que este en general delega a quien lo 
recite o lea; el poder de la canción que es su verdad, definitiva y 
secreta, por la que algunos se volvieron locos (literal y trágicamente 
locos) tratando de sacarla de la jaula y llevarla al canto.
Bardo y rapsoda a la vez. Una revolución poético‑musical en un solo hombre y en una sola obra. Quiero pensar que fue este tour de force, este prolongado rapto de genio eternamente joven, lo que el comité del Nobel supo reconocer con su elección.
*Bernard-Henri Lévy is one of the founders of the “Nouveaux Philosophes” (New Philosophers) movement. His books include Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism, American Vertigo: Traveling America in the Footsteps of Tocqueville, and the forthcoming Spirit of Judaism. Traducción: Esteban Flamini.

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