"Ás catro da mañá, nunca se sabe se é demasiado tarde, ou demasiado cedo". Woody Allen







domingo, 17 de julio de 2011

Epílogo...



"Miles de millones" foi o derradeiro libro escrito polo astrónomo Carl Sagan antes da súa morte por cancro en 1996. Os dezanove ensaios ou capítulos que compoñen a obra brindan a visión de Sagan sobre temas fundamentais nos que explica as cuestions científicas máis complexas dun xeito intelixíbel. O derradeiro capítulo ("En el valle de las sombras") é un relato da súa loita contra o cancro que finalmente puso fin a súa vida en decembro de 1996. A súa dona, Ann Druyan, escribiu este fermoso e emocionante epílogo após a morte do autor.


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EPÍLOGO
Con su optimismo característico frente a una ambigüe­dad inquietante, Carl concluye así esta obra suya, prodigiosa, apasionada y asombrosamente original, en la que salta con audacia de una ciencia a otra.
Tan sólo unas semanas después, a comienzos de diciem­bre, se sentó a la mesa para cenar y observó, con un gesto de extrañeza, su plato favorito. No sentía apetito. En tiempos mejores, mi familia siempre se había enorgullecido de lo que llamábamos «wodar», un mecanismo interno que escruta in­cesantemente el horizonte a la búsqueda de los primeros indi­cios de un próximo desastre. Durante nuestros dos años en el valle de las sombras, el wodar había permanecido siempre en estado de alerta máxima. En esa montaña rusa de esperanzas que se desplomaban, se alzaban y volvían a caer, incluso la más leve alteración de un solo aspecto de la condición física de Carl hacía sonar todos los timbres de alarma.
Nuestras miradas se cruzaron fugazmente. De inmediato comencé a dar forma a una hipótesis benigna para explicar aquella súbita falta de apetito. Como de costumbre, razoné que no debía de guardar ninguna relación con la enferme­dad, que sólo debía de tratarse de un desinterés pasajero por la comida en el que una persona sana jamás repararía. Carl consiguió esbozar una sonrisa y dijo: «Quizá.» Sin embargo, a partir de aquel momento tuvo que obligarse a comer y sus fuerzas menguaron visiblemente. Pese a todo, insistió en cumplir un compromiso contraído hacía ya tiempo y pro­nunciar aquella misma semana dos conferencias en el área de la bahía de San Francisco. Cuando regresó a nuestro hotel tras la segunda charla estaba exhausto. Llamamos a Seattle.
Los médicos nos apremiaron a volver de inmediato al Hutch. Me aterraba tener que decir a Sasha y a Sam que no regresaríamos a casa al día siguiente, como les habíamos pro­metido; que en lugar de ello haríamos un cuarto viaje a Seat­tle, lugar que se había convertido para nosotros en sinónimo de horror. Los chicos se quedaron de una pieza. ¿Cómo disi­par convincentemente sus temores de que aquello podía aca­bar, al igual que en las tres ocasiones anteriores, en otra es­tancia de seis meses lejos de casa o, según sospechó Sasha, en algo mucho peor? Una vez más recurrí a mi mantra estimu­lante: «Papá quiere vivir. Es el hombre más valiente y fuerte que conozco. Los médicos son los mejores que hay en el mun­do...» Sí, tendríamos que postergar la Janucá*,
pero en cuan­to papá se restableciera...
Al día siguiente, en Seattle, una radiografía reveló que Carl padecía una neumonía de causa desconocida. Los repe­tidos análisis no lograron determinar si su origen era bacte­riano, viral o fúngico. La inflamación de sus pulmones cons­tituía tal vez una reacción tardía a la dosis letal de radiaciones que había recibido seis meses antes como preparación para el último trasplante de médula ósea. Unas grandes dosis de esteroides sólo consiguieron aumentar sus sufrimientos y no hicieron ningún bien a sus pulmones. Los médicos empe­zaron a prepararme para lo peor. A partir de entonces, cuando iba por los pasillos del hospital encontraba en los rostros familiares del personal expresiones harto diferentes. Me es­quivaban y rehuían mi mirada. Era preciso que viniesen los chicos. Cuando Carl vio a Sasha, pareció operarse en su con­dición un cambio milagroso. «Bella, bella Sasha —exclamó—. No sólo eres bella, sino también maravillosa.» Le dijo que si conseguía sobrevivir sería en parte por la fuerza que le brin­daba su presencia. Durante unas cuantas horas los monitores del hospital registraron lo que parecía un cambio completo. Mis esperanzas aumentaron, pero en el fondo no podía dejar de advertir que los médicos no compartían mi entusiasmo. Vieron aquella momentánea recuperación como lo que era, «veranillo de otoño», la breve pausa del organismo antes de su pugna final.
—Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir.
—No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas.
Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había con­templado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado. Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:
—Bueno, veremos quién tiene razón ahora.
Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consi­guió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.
—Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.
—Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono so­lemne.
Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sir­viera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fija­mente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre.
Todo comenzó en 1974, en una cena que ofrecía Nora Ephron en Nueva York. Recuerdo lo guapo que me pareció Carl, con su deslumbrante sonrisa y la camisa remangada. Hablamos de béisbol y de capitalismo, y me asombró hacer­le reír de tan buena gana. Pero Carl estaba casado y yo pro­metida a otro hombre. Los cuatro empezamos a salir, intima­mos y pronto empezamos a trabajar juntos. En las ocasiones en que Carl y yo nos quedábamos solos, la atmósfera era eufórica y electrizante, pero ninguno de los dos reveló un atis­bo de sus verdaderos sentimientos. Habría sido impensable.
A comienzos de la primavera de 1977, la NASA invitó a Carl a crear una comisión para seleccionar el contenido del disco que llevaría cada uno de los vehículos espaciales Voyager 1 y 2. Tras un ambicioso reconocimiento de los planetas exteriores y de sus satélites, la gravitación expulsaría del sis­tema solar las dos naves. Se presentaba, pues, la oportunidad de enviar un mensaje a posibles seres de otros mundos y épo­cas. Podría ser algo mucho más complejo que la placa que Carl, su esposa Linda Salzman y el astrónomo Frank Drake habían incluido en el Pioneer 10. Aquello fue un primer paso, pero se trataba esencialmente de una placa de matrícula. En el disco de los Voyager figurarían saludos en 60 lenguas hu­manas, el canto de una ballena, un ensayo sonoro sobre la evolución, 116 fotografías de la vida en la Tierra y 90 minutos de música de una maravillosa diversidad de culturas te­rrestres. Los técnicos calcularon que aquellos discos de oro podrían durar 1.000 millones de años.
¿Cuánto es un millar de millones de años? Dentro de 1.000 millones de años los continentes de la Tierra habrán cambiado tanto que no reconoceríamos la superficie de nues­tro propio planeta. Hace 1.000 millones de años las formas más complejas de la vida en la Tierra eran bacterias. En plena carrera armamentística, nuestro futuro, incluso a corto plazo, parecía una perspectiva dudosa. Quienes tuvimos el privile­gio de crear el mensaje de los Voyager obramos con la sensación de realizar una misión sagrada. Resultaba concebible que, al estilo de Noé, estuviésemos construyendo el arca de la cultura humana, el único artefacto que sobreviviría en un futuro inimaginablemente remoto.
Durante mi ardua búsqueda del más valioso fragmento de música china, telefoneé a Carl y le dejé un mensaje en su hotel de Tucson, adonde había acudido para pronunciar una conferencia. Una hora más tarde sonó el teléfono en mi apar­tamento de Manhattan. Descolgué y oí su voz:
—Acabo de volver a mi habitación y he encontrado un men­saje que decía «Llamó Annie»; entonces me pregunté: «¿Por qué no habrá dejado ese mensaje hace diez años?»
—Pensaba hablarte de eso, Carl —respondí con tono de broma. Y luego más seria añadí—: ¿Para siempre?
—Sí, para siempre —respondió con ternura—. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí —contesté.
En aquel momento experimentamos lo que debe de sen­tirse al descubrir una nueva ley de la naturaleza. Era un eureka, el momento de la revelación de una gran verdad, que confirmarían incontables pruebas a lo largo de los 20 años si­guientes. Sin embargo, suponía también asumir una respon­sabilidad ilimitada. ¿Cómo podría volver a sentirme bien fuera de ese mundo maravilloso una vez que lo había conoci­do? Era el 1 de junio, la fiesta de nuestro amor. Luego, cuan­do uno de los dos se mostraba poco razonable con el otro, la invocación del 1 de junio solía hacer entrar en razón a la par­te ofensora.
Antes, en otra ocasión, había preguntado a Carl si uno de esos supuestos extraterrestres de dentro de 1.000 millones de años sería capaz de interpretar las ondas cerebrales del pensamiento de alguien. «¡Quién sabe! Mil millones de años es mucho, muchísimo tiempo. ¿Por qué no intentarlo, supo­niendo que será posible?», fue su respuesta.
Dos días después de aquella llamada telefónica que cam­bió nuestras vidas, fui a un laboratorio del hospital Bellevue, de Nueva York, y me conectaron a un ordenador que con­vertía en sonidos todos los datos de mi cerebro y de mi cora­zón. Durante una hora había repasado la información que deseaba transmitir. Empecé pensando en la historia de la Tie­rra y de la vida que alberga. Del mejor modo que pude in­tenté reflexionar sobre la historia de las ideas y de la orga­nización social humana. Pensé en la situación en que se encontraba nuestra civilización y en la violencia y la pobreza que convierten este planeta en un infierno para tantos de sus habitantes. Hacia el final me permití una manifestación per­sonal sobre lo que significaba enamorarse.
Carl tenía mucha fiebre. Seguí besándolo y frotando mi cara contra su ardiente mejilla sin afeitar. El calor de su piel era extrañamente tranquilizador. Quería que su vibrante ser físico se convirtiera en un recuerdo sensorial grabado en mí de manera indeleble. Me debatía entre el afán de animarlo a luchar y el deseo de verlo libre de la tortura de todos los apa­ratos que lo mantenían con vida y del demonio que llevaba dos años atormentándolo.
Llamé por teléfono a Cari, su hermana, que tanto de sí misma había dado para evitar ese desenlace, a sus hijos ma­yores, Dorion, Jeremy y Nicholas, y a su nieto Tonio. Unas semanas antes, todos los miembros de la familia habíamos celebrado juntos el Día de Acción de Gracias en nuestra ca­sa de Ithaca. Por decisión unánime fue el mejor Día de Acción de Gracias que jamás conocimos. Nos separamos encantados. En aquella reunión reinó entre nosotros una auten­ticidad y una intimidad que nos brindaron un sentido mayor de nuestra unidad. Luego coloqué el auricular cerca del oído de Carl para que pudiese escuchar, una tras otra, las despedidas de todos.
Nuestra amiga la escritora y productora Lynda Obst se apresuró a venir de Los Ángeles para estar con nosotros. Lyn­da se hallaba en casa de Nora aquella noche maravillosa en que Carl y yo nos conocimos. Había sido testigo, más que cual­quier otra persona, de nuestras colaboraciones tanto persona­les como profesionales. Como productora original de la pelí­cula Contacto, trabajó en estrecha colaboración con nosotros durante los 16 años que costó hacer realidad aquel empeño.
Lynda había observado que la perpetua incandescencia de nuestro amor ejercía una especie de tiranía sobre aquellos de nuestro entorno que no tuvieron tanta fortuna en la bús­queda de un alma gemela; pero en vez de molestarle nuestra relación, a Lynda le entusiasmaba tanto como a un matemáti­co un teorema de existencia, algo que demostrase que una cosa era posible. Solía llamarme Miss Hechizo. Carl y yo dis­frutábamos intensamente de los ratos que pasábamos con ella, entre risas, hablando hasta bien entrada la noche de cien­cia, filosofía, chismes, cultura popular, de todo. Esa mujer que había ascendido con nosotros, que me acompañó el día deslumbrante en que elegí mi vestido de novia, estuvo a nuestro lado cuando nos dijimos adiós para siempre.
Durante días y noches, Sasha y yo nos habíamos releva­do junto a Carl, murmurándole palabras reconfortantes al oído. Sasha le expresó cuánto le quería y todo lo que haría en su vida para enaltecerlo. «Un hombre magnífico, una vida maravillosa —le dije una y otra vez—. Bien hecho. Te dejo partir con orgullo y alegría por nuestro amor. Sin miedo. Pri­mero de junio. Uno de junio. Para siempre...»
Mientras realizo en pruebas de imprenta los cambios que Carl temía que fuesen necesarios, su hijo Jeremy está en el piso de arriba, dando a Sam su lección nocturna con el or­denador. Sasha se halla en su habitación, dedicada a sus tareas escolares. Las naves Voyager, con sus revelaciones sobre un minúsculo mundo favorecido por la música y el amor, se en­cuentran más allá de los planetas exteriores, rumbo al mar abierto del espacio interestelar. Vuelan a 65.000 kilómetros por hora hacia las estrellas y un destino que sólo podemos so­ñar. Estoy rodeada de cajas llenas de cartas procedentes de todo el planeta. Son de personas que lloran la pérdida de Carl. Muchas le atribuyen su inspiración. Algunas afirman que el ejemplo de Carl las indujo a trabajar por la ciencia y la razón contra las fuerzas de la superstición y el integrismo. Esos pensamientos me consuelan y alivian mi angustia. Me permiten sentir, sin recurrir a lo sobrenatural, que Carl aún vive.
Ann Druyan
14 de febrero de 1997
Ithaca, Nueva York

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*Festa xudía que celebrase durante oito días de decembro e con­memora a vitoria dos macabeos sobre Antíoco de Siria, no século II a. de C., e a purificación do Templo. Na actualidade é ocasión anual de agasallos para os nenos.

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