"Ás catro da mañá, nunca se sabe se é demasiado tarde, ou demasiado cedo". Woody Allen







martes, 19 de octubre de 2010

A inútil barricada...


Por Gabriel Albiac

20/10/2010
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PARÍS, como aparece en todas mis nostalgias: cuadrícula de barricadas. Ahora. Siempre. Tengo ante mí las fotografías de Gilles Caron entre el viernes 3 y el viernes 31 de mayo de 1968. Dan la escena de una insurrección. Transcripción visual de aquello en lo cual, un siglo antes, Gustave Flaubert pusiera la más exquisita narración legendaria. La educación sentimentales a las barricadas de 1848, lo que las fotos de Caron a las de 1968: un vendaval de absoluto, en cuya estética alienta la más encarnizada de los ilusiones humanas —y la más engañosa—, que vivir como vivimos no vale maldita la pena. Y que hay un belleza, de la cual algo nos dice que ni está ni estará, y a la cual, sin embargo, nos sabemos no lo bastante fuertes para renunciar, y con la cual tan sólo nos cruzamos en la alucinación de la noche insurreccional, antes de que, extinto su fogonazo, quede todo en el mismo punto gris que siempre conocimos. Dio en la nada, el '68. Y es eso lo más bello de su historia. Que dio en la nada. Sin historia.


El Frédéric Moreau en cuya figura teje Flaubert su más complejo personaje, pasea en la gran noche de barricadas del siglo XIX con altivo desprecio hacia las hordas de borrachos y de locos que arrasan cuanto encuentran. Y se pone a sí mismo, en tanto que espectador, como modelo de una nueva belleza escéptica. No la de los bárbaros ruidosos; sí, la del dandy conmovido ante la belleza de la destrucción misma, del fuego por el fuego. Todo, en torno a él, es devastación, grotesca más que épica. «No importa», se dice a sí mismo, displicente y cínico, «a mí, el pueblo me parece sublime». A una prudente distancia, desde luego. En las fotos de Gilles Caron no hay pueblo acerca del cual levantar retóricos manifiestos. La belleza está en el choque, casi el paso danza, de gentes inverosímilmente jóvenes que no buscan más allá alguno del instante, que viven en el instante el privilegio «sublime» de haber visto disolverse todas las reglas del orden, todas las del sentido, de no esperar ya nada, de tener todo ya, y qué demonios importa lo que venga luego. No fue una revolución, porque supo que el futuro es enemigo mortal del bello presente. Eso hace del '68 un paréntesis de intemporalidad. Sin precedente, sin herederos. Acto poético, no político. Ni Marx ni Blanqui. Rimbaud. El Rimbaud que musita su melancolía de adolescente raro: «…aplastaremos las rebeliones lógicas…».


Nadie que haya vivido en París —y da igual cuándo— desconoce esos ciclos de erupción poética. Cuando los aprendices de Rimbaud toman la calle. Sin objeto. Por el placer de tomarla. Nada, al final, resulta de eso. ¿Nada? Resulta su belleza, la apuesta primordial contra lo gris, contra lo aburrido, de lo cual está tejida la normalidad humana. Luego, la marea cede. Y el empecinado reino de la grisura triunfa como siempre. Pero aquel que vio, en cierta noche de barricada y fogonazos, una luz distinta cegar sus ojos, ése sabe que todo retornará a lo mismo. Como siempre, sí. Todo, salvo su memoria. Incluso cuando él —éste de ahora que se perderá enseguida en el fluir del río heraclíteo— ya no esté, sea otro. La barricada cortaba el paso a los caballos en el siglo XIX. Es hoy objeto inútil. Y, por inútil, bello.

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