Por Roberto Blanco Valdés
Aunque no lo han hecho todavía, espero que los dirigentes
gallegos del PP no tardarán en exigir la irrevocable dimisión del alcalde de
Baralla y que, de negarse a aceptarla el regidor, lo expulsen sin
contemplaciones del partido.
La razón es muy sencilla: la dimisión es la única salida digna
para un responsable público que a la altura del año 2013 ha afirmado en un pleno
de su corporación algo abiertamente incompatible con mantenerse en el ejercicio
de su cargo: que «os que foron condenados a morte [en el
franquismo] será porque o merecían».
Tan indecente afirmación, demostrativa de una ignorancia
histórica supina, supone compartir la ideología de un salvaje y constituye una
ofensa para la memoria de las decenas de miles de personas que, sin haber
cometido más delito -¡terrible delito!- que tener una forma de pensar distinta a
la de los sublevados contra la República en 1936, fueron, con o sin juicio
previo, vilmente asesinados.
Le hablaré al alcalde, por ejemplo, de mi tío abuelo Roberto
Blanco Torres, periodista, poeta y hombre bueno, quien, por la única falta de
ser republicano, fue paseado en la madrugada del 2 de octubre de 1936 y arrojado
como un perro, con dos tiros en la sien, en una cuneta del municipio ourensano
de Entrimo.
Al igual que él fueron paseados, o fusilados tras consejos de
guerra que no eran otra cosa que una farsa, decenas de miles de españoles, cuyo
sacrificio ofende ahora con sus palabras el alcalde de Baralla, quien ofrece,
como desagravio, retirarlas. Retírese usted en buena hora y lea algo, que le
hará bien y le servirá para entender por qué quien ha dicho lo que usted no
puede seguir ejerciendo un cargo público en esta España democrática.
Pues esta España se ha construido, precisamente, sobre la idea de
la reconciliación y sobre la de que nadie, ni las víctimas del franquismo ni las
de quienes apoyaron a la República, merecían las atrocidades que con ellos se
cometieron en una guerra fratricida que significó la página más negra de toda la
historia de España desde los momentos iniciales del siglo XIX.
La Guerra Civil, además del resultado de la rebelión contra un
régimen legítimo, significó el inicio de un carrera de brutales violaciones de
los derechos más elementales, empezando, claro está, por los derechos a la vida
y a la libertad. Mucho nos ha costado asentar un relato colectivo y ampliamente
compartido sobre la radical injusticia de esa guerra y sobre las tropelías de
todo tipo que en ella realizaron ambos contendientes para que ahora venga un
alcalde ignorante a pisotear la memoria de los muertos de uno de los bandos que,
al igual que los del otro, son ya nuestros muertos, los de todos, los de un país
que no quiere volver a oír jamás que los de uno de los lados merecían los
crímenes que con ellos cometieron los del otro
.
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