"Ás catro da mañá, nunca se sabe se é demasiado tarde, ou demasiado cedo". Woody Allen







miércoles, 28 de agosto de 2019

Yom Kippur. De Nuno Guerreiro Josue


Perdóame
A insensatez,
A inercia,
As palabras ditas,
As palabras caladas,
A falta de coraxe,
A irritación,
A rabia,
A falta de rabia.

Perdóame
O dilúvio e a aridez.
Perdóame
A calor e o xeo.
Perdóame
O ruído e os silencios.

Perdóame
Non conseguir ser
Nin máis nin menos
que eu mesmo.
Perdóame
Todo.
Perdóame
O sopro,
A respiración,
A vida. 

  Los Angeles, 9 de Tishri de 5766 (12 de outubro de 2005)


B.B.King Soviet Tour 1979






A comezos de 1979, B.B.King realizou unha ampla xira pola antiga Unión Soviética durante catro semanas, tocando un total de 22 concertos con todas as entradas esgotadas en cinco cidades: Moscova, Leningrado, Bakú, Ereván e Tbilisi. Foi o primeiro gran artista de R&B en tocar nun concerto na Unión Soviética e abriulle as portas a outros moitos



 

martes, 27 de agosto de 2019

A favor de Israel desde la izquierda. Por Pilar Rahola


 

Por Pilar Rahola
 
Cuando Hermann Broch, en plena locura sanguinaria hitleriana, lanzó su terrible aseveración -“el peor crimen de Europa es la indiferencia”-, construyó algo más que una frase histórica. De hecho, intentaba lanzar un dardo al corazón mismo de la conciencia europea, la obligaba a mirarse al espejo y encontrarse consigo misma. El resultado de esa mirada interior, de haberse producido, habría tenido los mismos efectos que el retrato de Dorian Gray: la monstruosidad no solo no era ajena a la conciencia europea, sino que nacía de ella misma. Europa era indiferente en la superficie porqué era culpable en la profundidad, en ese abismo interior donde había mimado y alimentado durante siglos el huevo de la serpiente. 

La judeofobia no era una contingencia histórica, acotada en tiempo y espacio, sino una cultura de fondo que explicaba toda la historia de Europa. De alguna manera, el odio a los judíos había fundado Europa: era su más prominente socio fundador. Por eso Broch se equivocó en su grito desesperado: Europa no era indiferente, Europa era el problema. Y por eso mismo nunca hizo una introspección seria, históricamente tan hábil en el manejo de la minimización de la propia culpa. ¿Hitler? Hitler no fue más que el eslabón último de un progresivo proceso de destrucción del alma judía que conformaba el alma europea, proceso de destrucción que, a su vez, era necesariamente un proceso autodestructivo. Como dijo Benjamin Netanyahu seriamente dolido, en una de sus últimas visitas oficiales a Estados Unidos en representación de Israel, “los europeos ya nos quisieron exterminar una vez en el pasado”. Es decir, fue Europa quien quiso exterminar a los judíos –y de hecho consiguió exterminar muchas de las pieles de su resistente piel-, y vuelve a ser Europa quien, en cierto sentido, aboga por su exterminio.
¿Es ello cierto? Estoy desgraciadamente convencida de ello, y es esa convicción la que me lleva a escribir estas líneas. La convicción de formar parte de un cuerpo europeo que ha cometido el peor crimen de la humanidad, el exterminio industrializado de toda una cultura, y que, a pesar de ello, no se ha vacunado contra su propio odio. Europa se ha librado de los judíos, pero no se ha librado de la judeofobia.
Ello explica su histerismo acrítico pro-palestino, su izquierda ferozmente antijudía, su macabra banalización de la Shoah –esa “muerte del alma humana” que Lanzmann ha convertido en un cuerpo a cuerpo con uno mismo-, sus intelectuales de pacotilla tan amantes de la libertad que han ido amando intelectualmente a todos los dictadores de la historia, Mao-Tse-Tung, Stalin, Pol Pot, ahora Arafat. Ello explica esa nueva construcción ideológica del antisemitismo, versionada como antisionismo -y que Bernard Henry Levi considera la más depurada de las versiones modernas del racismo, aunque su formulación hubiera sido un clásico del pensamiento soviético…-, y explica también la fascinación que llega a producir, en determinada intelectualidad europea, cualquier fascismo que incorpore al antiamericanismo entre sus fobias totalitarias. Saramago sería el ejemplo más notable de lo que en 1884 August Bebel tipificó como “el socialismo de los imbéciles”. Y es que uno puede escribir como los ángeles y pensar como los idiotas…
Europa es Kafka. Y Heine (visto como demasiado judío en Europa y demasiado “europeo” entre lo judío), y Freud, y Marx y hasta Einstein. Sin embargo, al igual que el propio Kafka, no solo no conoce su identidad sino que la niega y la destruye, tan exiliada de si misma que ha hecho del autoodio una forma de reafirmación. Su relación con lo judío, propio y extraño a la vez, ha sido siempre la crónica de un harakiri planificado, hasta el punto de llegar a un sinsentido histórico: Europa no se explica sin lo judío y, al mismo tiempo, siempre se ha explicado contra lo judío. Es decir, contra sí misma. Su conciencia colectiva se forma a través de las diferentes formas que la judeofobia inventa, y de ahí nace todo. Igual que su antiamericanismo patológico, tan desleal con los miles de jóvenes americanos que perdieron la vida liberándola de sus más profundas miserias, su antisemitismo también es patológico. Finalmente, después de más de mil años de intentarlo, ha conseguido destruir su alma judía. Al hacerlo, se ha envilecido hasta tal punto que, en cierto sentido, ha muerto. 


Por eso, lo que queda de Europa después del holocausto se parece tanto al esperpento valleinclanesco: el espléndido héroe épico reflejado en el espejo cóncavo. Distorsionado. Embrutecido. Desprovisto de toda grandeza.
Escribo a favor de Israel, primero porque soy europea, y no olvido la responsabilidad directa de Europa en todo lo que acontece al mundo judío. De Europa es la responsabilidad de la creación del estado de Israel. Es Europa quien crea la conciencia, la necesidad de estado como última esperanza para la supervivencia. Es Europa quien escribe en 1896 el “Der Jüdenstaat”, de la mano de Theodor Herzl; es Europa quien envía, en 1906, a Yafo, a un joven proveniente de la Polonia rusa, el mítico David Grin, más tarde hebraizado como Ben Gurion. Hijos de los progrom, la diáspora y la destrucción sistemática de su pueblo, es Europa quien envía a miles de jóvenes a esa “tierra sin pueblo, para dotarla de un pueblo sin tierra”. Jóvenes que primero quisieron ser franceses, alemanes, polacos, rusos, hispanos, pero que fueron obligados a ser solamente judíos; es Europa quien crea la nación judía, pues, convirtiendo a su gente en el único pueblo del mundo destinado al exterminio total; es Europa quien construye la estación final de Ausschwitz; es Europa quien convierte la creación de Israel en la solución extrema… ¿Puede Europa autootorgarse un papel moral en el conflicto de Oriente Próximo sin partir de su radical, monstruosa, gigantesca inmoralidad histórica? Quizás esa es la clave para entender la actitud de su pensamiento oficial: con su adscripción maniquea y acrítica al victimario palestino, Europa se exorciza de su propia culpa, la niega hasta hacerla desaparecer. Ya no se trata de ser indiferente, como recriminaba Broch. Ahora se trata de ser dedo acusador, linda manera de dejar de ser culpable
La banalización de la Shoah forma parte de este mismo proceso de exterminio. Y aquí hay que ser de una claridad meridiana: el uso perverso de la memoria del holocausto como toma de postura en el conflicto de Oriente Próximo, es una degradación radical de la moralidad, y, sin duda, es la punta de lanza de un pensamiento profundamente reaccionario. La paradoja de que dicho pensamiento cuaje, sobretodo, entre intelectuales progresistas, líderes de izquierdas y movimientos defensores de los derechos humanos, no resulta sorprendente. Al fin y al cabo, esta paradoja define históricamente a una izquierda “tan verdadera”, que a menudo ha sido el brazo ejecutor de los postulados más retrógrados. Bien asentados estos movimientos en lo que Glucksmann llama “los agujeros negros” de nuestra memoria colectiva –Vichy, la guerra de Argelia, el Gulag soviético, las propias persecuciones contra los judíos-, reescriben hasta tal punto la historia que tienden a negarla. Y solo desde esa negación desde una negación estremecedora de la conciencia europea, se puede usar el holocausto como arma arrojadiza contra Israel. Ya no se trata solo de militar en la Hasbara, de amar el principio de información por encima de la propaganda, de querer ser cronistas de la verdad y no del odio. Se trata, sobretodo, de respetar a las víctimas del crimen industrializado. Porqué habrá que decirle a los Saramagos del mundo que banalizar a las víctimas de la Shoah es una forma de volver a matarlas. Como dijo alguien, el rigor histórico no solo es una obligación científica, ante el holocausto es una exigencia moral.
Por cierto, y con permiso de Joan Culla que utilizó este argumento en un artículo: si las 52 víctimas palestinas de Jenín (contabilizadas por una ONG tan poco sospechosa como Human Rights Wath), más las 23 víctimas israelíes -¿o no cuentan?- son equiparables al Holocausto, ¿a qué son equiparables el casi millón de personas que han muerto víctimas del proceso sangriento de islamización del Sudán, o las 20.000 víctimas del aplastamiento de la sublevación de la ciudad siria de Hama por parte de Hafed el Assad; o las 100.000 que tiene en su macabro haber el terrorismo islámico argelino? Y, ¿a qué sería equiparable la sistemática destrucción de poblados cristianos libaneses a manos de facciones palestinas? ¿A qué sería equiparable la matanza de palestinos que perpetró, en su particular septiembre negro, el buen amigo Hussein de Jordania?
Sin embargo, todo ello no cuenta para una izquierda que, datos en mano, no se indigna por las víctimas musulmanas, con su mítica aureola de tercermundismo que tanto gusta a esos viejos carcas de la progresía, sino exclusivamente por aquellas víctimas musulmanas que han caído bajo balas israelíes, en el fragor de un conflicto que es una guerra. Es decir, la misma izquierda que no recuerda que fueron los comunistas los que más comunistas mataron de la historia, tampoco tiene interés en saber que nadie ha matado más palestinos que los propios árabes. ¿Para qué perderse en números, si lo que mueve a indignación, a protesta organizada, a escándalo mediático y a reclamación ante la siempre atenta y amiga ONU –que llegó a tener de presidente a ese bonito nazi llamado Kurt Waldheim-, es exclusivamente la culpa judía? De ahí nace la inmoralidad de un Saramago, de ahí nacen esos reaccionarios de izquierdas, tan preocupados por los derechos humanos, que llegan a considerar una tragedia la caída del muro de Berlín. La izquierda implicada en el totalitarismo estalinista, y que sin embargo solo recuerda las culpas del fascismo…; la misma fascinada por un tercermundismo folclórico que llega a minimizar y hasta comprender el totalitarismo integrista; la misma que odia a América porqué en realidad odia, no sus errores, sino los valores que representa; la misma que odia a Israel, porque Israel es la encarnación más resistente y genuina del racionalismo. Y afirmar esto entre noticias militares, atentados y ocupaciones, podría parecer una impertinente osadía. Sin embargo, solo un estado arraigado en valores racionales, podría aguantar más de 50 años de intento sistemático de destrucción. En fin, la misma izquierda que ha encontrado en la ocupación de Cisjordania y Gaza la excusa perfecta para canalizar su antisemitismo.
Por supuesto no olvido un aspecto básico: la ignorancia. Oriente Próximo es lo más mentado en todos los cenáculos que se precien. Pero es lo más mal conocido. La superposición de mentiras ha llegado a ser tan notable, persistente y minuciosa que ha conseguido conformar una verdad paralela. Una realidad paralela.
Escribo, pues, a favor de Israel, porqué me repugna el uso perverso del holocausto, la pornográfica frivolidad con que se juega con la memoria de la peor tragedia de la humanidad. Y porqué, si yo soy Kafka, y Heine, y Freud, también soy cada una de las víctimas que murieron en la solución final… Ser europeo implica una dualidad terrible e inevitable: o se está en el lado de las víctimas; o se está en el de los verdugos. No puede existir la indiferencia que Broch mentaba: nadie, que no sea víctima, resulta ser inocente.

De la negación del holocausto cuelga, cual hijo natural del mismo proceso de distorsión, la negación de la violencia palestina. Así, mientras las víctimas israelíes no existen, convertidas en pura contingencia inevitable, las palestinas son revestidas de una aureola épica que las engrandece más allá del sufrimiento. Como si fueran la crónica de un martirologio, en esta nueva religión que es, para algunos, la causa palestina. Por ello no existe la pequeña Lea Schijverschunder, de 9 años, que quedó gravemente herida y perdió a 5 miembros de su familia. Un hombre bomba… No existen Galila Bugal, de 11, ni Shani Avi-Tzedek, de 15, dos de las decenas de víctimas muertas en uno de los autobuses repletos de civiles que hombres bomba hicieron estallar. No existen las decenas de víctimas infantiles de la Bar Mitzva que un hombre bomba decidió celebrar a su manera. Ni las 23 personas muertas en la celebración de la Pesaj, ni la mujer embarazada de 8 meses que un hombre, cara a cara, ametralló, en el mismo acto asesino en el que mataron, entre otros, a un bebe de meses. Ni siquiera existen los desplazados y los refugiados judíos –concepto que reconoce ni la ACNUR-, a pesar de que casi 800.000 judíos han tenido que salir de los países árabes, más del 95% en muchos casos. No existen las víctimas judías porqué son judías y, por ello, son responsables de su propia muerte, fatal destino de quienes han nacido en el pueblo elegido… para el exterminio. En el maniqueismo oficial que milita la gramática periodística europea, las víctimas sólo pueden ser palestinas. Y los asesinos, sólo judíos. Cualquier dato que tuerza esta dualidad perfectamente trabada, sencillamente es ignorado.
  
Y así creamos un nuevo lenguaje para una nueva épica, desprovistos como estamos de las épicas de antaño. A los asesinos fanáticos palestinos, les llamamos milicianos, bonito concepto de viejas resonancias románticas. No son, pues, locos hinchados de odio en el alma y de metralla en el estómago, sino resistentes. A las bombas indiscriminadas, pensadas para matar a víctimas civiles, cocidas en la cocina del odio totalizado, les llamamos acciones de lucha. Al propio odio, planificado desde la mismísima autoridad palestina, perfectamente estructurado como un pensamiento colectivo, odio en las escuelas, en las fiestas, en las canciones, en la vida, ese odio antiguo que llevó a Golda Meir a pronunciar una frase histórica, “llegará la paz cuando los palestinos amen a sus hijos más de lo que odian a los judíos”, ese odio no es odio, sino simple y razonable resentimiento.
Tampoco no existe un Arafat violento y totalitario, aunque su biografía terrorista sea tan amplia como los centenares de muertos que adornan su camino. Ese líder ciego que ha ido destruyendo todas las posibilidades de paz, que ha engañado a cada uno de los líderes israelíes con los que ha tratado y que, sobretodo, dinamitó la gran esperanza blanca de los acuerdos de Oslo; ese hombre tan abrazado a la causa palestina como alérgico a un estado palestino –matiz harto significativo, puesto que estado significa logística, contradicciones, complicaciones, quizás libertades…-; ese personaje que nunca quiso un pacto con Israel, sino el exterminio de Israel, y que mereció el desprecio de un Clinton convencido de haber sido traicionado, como también lo fue toda la izquierda israelí; ese líder de la violencia, responsable directo de la ola de atentados del momento actual –y de tantos otros-, y cuyo amor a la vida de los suyos es más bien escasa: “podremos sobrevivir a Sharon, pero, ¿sobreviviremos a Arafat?”, enfatizaba no hace mucho un palestino; ese hombre que acumula tantas muertes civiles como errores históricos, tanto totalitarismo violento como corrupción, y cuyo único ecosistema es la guerra, ese hombre no existe. Para la Europa de la nueva moral frente a lo judío, solo existe el pobre y viejo resistente, última ocasión para enamorarnos nuevamente de un dictador. No es un estratega, es un terrorista. Pero hemos decido que es nuestro terrorista, como cuando los piratas de uno, no eran piratas sino corsarios. Como cuando Kissinger dijo aquello de Pinochet: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. 
 
Y eso que los medios de comunicación europeos, los mismos que editorializan escandalizados con Belén o Jenín o Gaza, podrían haber hecho un festín con las violaciones palestinas de los acuerdos de Oslo. Y eso que las denuncias, contra Arafat, por corrupción con las ayudas europeas, han sido publicadas incluso en Kuwait. Y eso que, puestos a pedir juicios por crímenes contra la humanidad, Arafat lleva algunas maletas sangrientas a cuestas. ¿No sería el exterminio de 30.000 cristianos libaneses, unos 10.000 a manos de las milicias de Arafat, un titular bien bonito? Y eso que publicar la arenga de muchos imanes, apelando a la obligación al martirio, daría mucho juego, con su sistema metódico de inculcación de valores fatalistas. Y eso que los millones de petrodólares dedicados al terrorismo palestino, y no a las escuelas, a los hospitales, a las infraestructuras, sería lindo de analizar. Y eso que cuando Gaza y Cisjordania estuvieron durante años en manos árabes, nadie sugirió allí un estado palestino, bonito tema de debate… Y eso… Pero en el periodismo que decide que la ocupación de la basílica de Belén por parte de 150 terroristas, armados hasta los dientes, que llegaron a adosar hasta 40 bombas en las paredes de la basílica, no es una ocupación terrorista, sino el asedio del ejército israelí contra un lugar sagrado, en ese periodismo ¿qué interés tiene la información, el rigor, la veracidad, la neutralidad? Sobretodo la neutralidad, habiendo optado todos por una cómoda y catártica “neutralidad pro-palestina”.
En la perversión última de esta consciente o inconsciente distorsión de la realidad, no existe una nueva forma de fascismo, el integrismo islámico. Existe solo una lucha con causa. Que el Mein Kampf de Hitler o los repugnantes “Protocolos de los sabios de Sion”, nacidos bajo la pluma de los servicios secretos zaristas, sean best-sellers en el mundo árabe, debe ser  un síntoma lógico de la lógica civilizada de las cosas… También debe ser lógico que algunos grupos nazis europeos hayan celebrado la caída de las Torres Gemelas y tengan a Bin Laden como un nuevo Fürher: todo cuadra. Todo menos el hecho de que Europa está volviendo a caer en sus mismos errores –“nos vuelve a traicionar” se oye en las calles de Israel-, incapaz de digerir a los judíos incluso cuando ya no habitan entre los suyos. ¿Cómo era aquello?: “primero nos dijeron ´no podéis vivir entre nosotros como judíos´. Después, ´no podéis vivir entre nosotros´. Finalmente, ´no podéis vivir´. No podéis vivir ni en Israel, el estado que creó la propia Europa. Por eso Israel tiene que pedir perdón por sus actos, incluso cuando tiene razón. Y nunca, nunca, puede equivocarse.
Como nunca puede perder. Porqué detrás de una derrota árabe llega otra guerra, y otra, y otra. Pero la primera derrota de Israel significaría su desaparición absoluta. “Si alguien dice que quiere destruirte, créele”, dijo Menahem Begin, y diez años después de su muerte, la afirmación no puede ser más válida. Incluso entre los sectores más dogmáticos del pensamiento europeo, hay una evidencia que resulta irrefutable: en el pensamiento colectivo israelí, late la irreversabilidad de un estado palestino, más tarde o más temprano. Su exigencia no es el territorio, es la paz. Pensemos, por ejemplo, en el retorno de todo el Sinaí a Egipto, cuando la paz con este país fue un éxito. “Solo es desierto”, me decía uno de esos ignorantes ilustrados que corren por ahí. Ni sabía ni tenía interés en saber que el Sinaí, ciertamente, era desierto cuando lo ocupó Israel, pero lo devolvió con pueblos urbanizados, hospitales, escuelas y… ¡petróleo! Petróleo que los árabes ni sabían que tenían, y ello teniendo en cuenta que Israel no tiene petróleo. Por cierto, fue Sharon en persona quien obligó al retorno de los colonos judíos que se habían asentado en el Sinaí. La obsesión de Israel es la seguridad y, en consecuencia, la paz. Por ello, las sucesivas derrotas árabes en las guerras contra Israel tienen un precio: el precio de la seguridad de Israel. En el pensamiento colectivo israelí, pues, y más allá de algunos radicales perfectamente minorizados en la sociedad, no existe la negación del derecho palestino. Israel quiere vivir seguro como estado y es a partir de la seguridad que se relaciona con el entorno, un entorno hasta ahora totalmente agresivo. En el pensamiento colectivo palestino, en cambio, lo que late es la voluntad de hacer desaparecer Israel y prácticamente nadie acepta la existencia de los dos estados. “Después de 32 años, ¿dónde está el Movimiento “Paz ahora” palestino”, se preguntaba con cansancio Mario Wainstein, co-fundador del Movimiento Shalom Ajshav y activo militante por el diálogo palestino-israelí. “¿Dónde, los intelectuales palestinos que nos dan el pésame por nuestras víctimas de atentados, como los veinte preminentes escritores israelíes que fueron a dar el pésame a las casas de víctimas palestinas?”. Sin raíces ancestrales, perdida en el gran magma de la identidad árabe –el propio mito irreal del pueblo palestino, se inventó como excusa para la ocupación árabe- la identidad palestina no solo es muy reciente, sino que sobretodo se ha creado en función del odio a Israel. Es decir, de la misma forma que Europa se explica, a la vez, por su componente judía y por su componente antijudía, ambas tan estrechamente relacionadas que conforman las dos caras de la misma identidad, también lo palestino se explica, casi exclusivamente, por su componente antijudío. Por ello es tan difícil acabar con la violencia extremista palestina. No solo por la irresponsabilidad de líderes violentistas como Arafat, o por la directa relación del petrodólar con el integrismo. También por un hecho más sútil, quizás menos tangible: si los palestinos renuncian al odio a los judíos, pierden una parte substancial de su identidad. Ergo, tienen que reinventarse. Pero, ¿están preparados para reinventarse? No lo parece… De manera que, Menahem Begin, si alguien dice que quiere destruirte, créele.
Escribo a favor de Israel, pues, porque no quiero ser cómplice de la deliberada, sistemática y peligrosa distorsión de la realidad que practica el periodismo europeo, con pocas excepciones, tan fusionado con la causa palestina, que llega incluso a tener mala conciencia cuando se ve obligado a noticiar algo que no señale la culpa israelí. Hasta los muertos israelíes son informados como una consecuencia del propio Israel. Como si Israel, en el fondo, los matara. A favor de Israel, pues, porque no acepto que la defensa de la causa palestina sea la excusa para un nuevo brote antisemita. Porque me repugna la ceguera de una izquierda, mi izquierda, que aún milita en sus tics más retrógrados, y que, llevada por sus fobias judeofóbicas –nunca reconocidas, y sin embargo perfectamente contrastadas- no acierta a vislumbrar el enorme peligro de la nueva cara del totalitarismo: el integrismo islámico. Fue Glucksmann también quien, no hace mucho, alertó al mundo árabe en este sentido: “el Islam, o consigue parar la locura de sus milicias, sus jóvenes combatientes de Dios, o habrá iniciado su propio fin, una vez haya caído en las garras del fanatismo, igual que les pasó a las dos otros ideologías totalitarias del siglo XX”. Y añade, hablando de los asesinatos indiscriminados a civiles: “Igual que no puedes dormir con quien quieras, tampoco puedes matar a quien quieras. La religión y la cultura están ahí para poner límite a ese nihilismo homicida, para reglamentar la violencia guerrera. Cuando todo está permitido, Dios y la tradición mueren; y si todo continua siendo permitido, entonces muere también el orden secular de la polis”. El odio se legitima cuando todo se permite. Que se legitime en nombre de Dios riza el rizo hasta la locura.
Mientras escribo estas líneas, me llega la información de un nuevo atentado, esta vez en la cafetería Frank Sinatra, repleta de estudiantes de la Universidad Hebrea de Monte Scopus en Jerusalem. De momento han muerto 7 jóvenes que preparaban sus exámenes, y otros 74 están heridos de diversa gravedad. Los clavos sin cabeza que acompañan a las bombas suicidas, para aumentar su potencial destructor, no tienen piedad… La noticia llega en forma de titular sangriento, pero, nuevamente, la gramática está cargada de ideología: “milicianos palestinos”, “venganza previsible”, “resistentes”… Al final, resultará que ha sido Sharon quien ha matado a los jóvenes universitarios. La legitimación del odio.
A favor de Israel, pues, porque, sin dejar de entender a la causa palestina, puedo y quiero entender también la causa israelí. ¿Entender significa aceptarlo todo, justificarlo todo, asumir las muchas responsabilidades que también tiene en el conflicto? Resulta evidente que no, pero no voy a cometer el error que tantas veces cometemos los que escribimos en términos de comprensión respecto a Israel: no voy a justificarme. El largo introito de excusas, parabienes y justificaciones múltiples que tenemos que escribir los que alzamos el dedito, casi acomplejados, y decimos que también asiste la razón a Israel, es uno de los procesos de demonización de la opinión más evidentes y exasperantes de los últimos tiempos. Nadie que escriba a favor de las razones palestinas, aunque milite en un aberrante maniqueismo simplista, necesita explicarse. La razón universal le asiste más allá incluso de la razón. Sin embargo, el solo hecho de intentar recuperar algunos de los fragmentos de ese espejo roto que es la verdad, y recordar que también existen razones, y víctimas, y dolor israelí, implica un gesto sospechoso por naturaleza, un gesto que nos convierte inmediatamente en cómplices del terror. Casi tenemos que demostrar que somos demócratas, a veces delante de demócratas de toda la vida que no sienten ningún pudor en defender actos de terrorismo totalitario. En este burdo contexto de criminalización de la opinión que no es visceralmente pro-palestina, se situa lo que muchos judíos llaman “la culpa actual de Europa” y que resumiría en la frase de un judío catalán, Ari Elijarrat, que me lo escribía en un e-mail: “la posición visceralmente pro-palestina de Europa es un freno para la paz en la zona”. Estoy segura de ello, de manera que voy a verbalizar una auténtica provocación: lo europeo y lo palestino se encuentran en un lugar común de poderoso atavismo y simbología, y por ello están tan unidos: se encuentran en el lugar común de la judeofobia. Europa es responsable directa de alimentarla en su interior, de permitirla en el exterior y de que la paz en la zona no sea, por ahora, ni un horizonte lejano… Los palestinos se sienten legitimados en su odio porqué Europa los legitima día a día. Y con ello no excluyo que Europa legitime las razones de la causa palestina, actitud ésta pertinente y legítima. Lo que denuncio es que legitima el odio, cosa bien distinta.

Bonito cuadro, el cuadro que conforman los fragmentos del rompecabezas: Europa destruye todo un pueblo; envía los restos del naufragio lejos de casa, convencida de su escaso valor –la sorpresa de la victoria israelí en las guerras a las que fue abandonado el pueblo judío, aún resuenan en los despachos del poder europeo -; y después le niega el derecho a usar la tierra en la que un día lo echó, ese trozo de desierto que nadie quería. Así, el judío victorioso pasa a ser nuevamente un personaje incómodo, indigerible y, encima, notoriamente antipático, como antipática es la visualización permanente de la propia culpa. Del judío victorioso pasamos al judío perseguidor, concepto mucho más digerible y encima entroncado con nuestro pasado glorioso: ¿o no es la reedición moderna del judío malo, usurero y comeniños de nuestro pensamiento medieval? Que linda manera de reencontrarnos a nosotros mismos. ¡hasta Isabel la Católica, esa a la que hacen santa, debía de tener razón!
Soy y me siento de izquierdas, aunque después de leer todo esto, Maruja Torres me habrá expulsado del olimpo, que en las Españas la izquierda es arabista o no es… Pero, cuestiones vaginales aparte, ser de izquierdas es, para mí, algo más que una definición ideológica, es una posición ante la vida, ante la sociedad, ante el pensamiento. Serlo implica ejercitar el sentido dialéctico, la crítica y la autocrítica, y desear transgredir la realidad para mejorarla. Nunca he entendido por qué esa postura vital, que se convierte en una posición ideológica, puede servir como excusa para canalizar dogmatismos acríticos, maniqueismos simplistas y hasta racismos encubiertos. O directamente, para verbalizar tonterías. El antiamericanismo, por ejemplo, tamaño disparate del pensamiento único de la izquierda que no piensa demasiado. O la judeofobia, nunca reconocida y sin embargo siempre presente. O el antisionismo, paraguas para encubrir con cómoda prestación el antisemitismo de siempre. O… Por eso también escribo a favor de Israel, porqué existe y tiene que existir una izquierda que no haga seguidismo de la propaganda, que abraza causas sin ahogar las causas del vecino, que ama a Palestina porque previamente entiende y ama a Israel. Una izquierda, en todo caso, que cuando lee lo de los “campos refugiados en Jenín” -¿refugiados? ¿en Jenín?- se harta de reír por no hartarse de llorar, dolida por la traición que la información sufre en manos de los informadores. Una izquierda que se siente cómplice de la izquierda israelí, y busca y no acaba de encontrar a la izquierda palestina… Una izquierda que puede defender una causa, pero que nunca aceptará que una causa se lo puede permitir todo, la muerte indiscriminada, por ejemplo… Una izquierda, en fin, que se sabe culpable como europea, y que no está dispuesta a volver a traicionar a su alma judía. ¿Existe? La reclamo para mí y para muchos, a pesar de ser consciente de la minoría dentro del magma acríticamente pro-palestino que nos camufla. Y lo digo por si no ha quedado meridianamente claro: su defecto no es su complicidad palestina. Su defecto es su acriticismo.
Queda pues dicho: a favor de Israel, la forma más inteligente, razonable, prudente y honesta de ir a favor de Palestina.
Am Israel jai be-Israel (“el pueblo de Israel vive en Israel”). Era el 14 de mayo de 1948 y la frase, pronunciada por Ben Gurion, cerraba un ciclo de miles de años de diáspora, persecución, muerte y resistencia. Pero nada impedía que también viviera, en franco vecindaje, el pueblo palestino. Un pueblo que llegó en masa a los desiertos de Judea precisamente porque llegaron los judíos… Más de 50 años después, los palestinos aún no han entendido que Israel tiene el derecho a existir. Y, sin embargo, por mucha camaradería de salón que reciban de sus aliados europeos, su única posibilidad de ganar la razón histórica es entendiéndolo

Gustábame ser danés. De Emmanuel Moses



GUSTÁBAME SER DANÉS. De Emmanuel Moses* 

Gustábame ser danés
vivir na luz danesa
ver desde a miña xanela un prado danés
onde vacas danesas pastan
un río danés
e ao lonxe un muiño danés.

No inverno, a filosófica neve danesa
crepitaria baixo as miñas solas
e no verán, moscas danesas
porían un sonoro punto final
aos meus poemas daneses.

* poeta israelí. Tirado do seu libro Le Present (1999

jueves, 22 de agosto de 2019

Un primeiro de maio en Nova York 1909


Foto: Library of Congress, George Grantham Bain Collection
New York, 1 de Maio de 1909: Manifestación sindical contra o traballo infantil na industria téxtil americana – que na época empregaba maioritariamente mulleres xudias recén chegadas da Europa de Leste. As dúas mozas da fotografía levan faixas a favor da abolición da “escravitude infantil”, en inglês e yiddish.

lunes, 19 de agosto de 2019

"Israel 1948" de Josep Pla




Capítulo tirado do libro de Josep Pla "ISRAEL 1957". Froito dunha atenta estadía do autor catalán por aquelas terras de Medio Oriente durante o ano 1957.

"JUDÍOS Y ÁRABES" 

El objeto de este capítulo no es hablar de los árabes que viven en Israel, sino de los árabes que huyeron de Israel, ahora debe de hacer nueve años, en el momento de la guerra de la Independencia. De todos modos, y como ahora hablaremos de los árabes, haremos una referencia a los que permanecieron en Israel.

Dentro de las fronteras actuales de este país viven aproximadamente 137.000 árabes. Esa clase de personas, es decir, en tanto que árabes, son probablemente los únicos que, mirando las cosas desde el punto de vista humano y concretamente occidental, gozan de una forma de libertad apreciable y de un nivel de vida bastante elevado. Tienen sus derechos religiosos, políticos, lingüísticos y sociales reconocidos, sus diputados en el Parlamento, una presencia sindical activa, unos servicios sociales positivos. Esta población vive en diferentes estadios de la civilización. Los beduinos vagan por el desierto del Neguev, pero parecen tener un principio de tendencia a fijarse sobre la tierra. Siempre fueron nómadas. Ahora acaso los servicios médicos y sociales los llevarán al sedentarismo. Hoy viven en unas tiendas misérrimas, entre jirones que cuelgan, con las criaturas, las mujeres, los asnos y los camellos.


Después está la población rural establecida en las aldeas, algunos totalmente árabes, otros mixtos. Hay, en Israel, ciento cuatro aldeas árabes, algunas situadas a lo largo de la frontera de Jordania. Pero los árabes importantes viven en Galilea, en los alrededores de Belén. Finalmente, algunas grandes poblaciones tienen un número más o menos grande de árabes en el interior de sus muros. Éstos se dedican al comercio, son empleados y obreros. Me parece que el ideal del pueblo judío sería dar a los árabes todas las facilidades posibles para una adaptación.


Es posible encontrar, en los centros universitarios y profesionales, estudiantes árabes. Pero son gente algo extraña. Los árabes, la inmensa mayoría, creen que los únicos que han de tener un acceso natural a las escuelas superiores son los hijos de los ricos. Los judíos, en cambio, practican y creen que a estas escuelas han de llegar los que han demostrado una capacidad suficiente. ¿Cómo es posible comprenderlo y relacionarse?
Por otro lado, en momentos de dificultades, los árabes son de diálogo difícil. Lo único que realmente funciona entre ellos es la solidaridad musulmana, la unidad religiosa, que implica la confusión de lo temporal y lo eterno. En este sentido pueden ser enemigos, en potencia o de hecho, según las sugestiones que reciben de los compatriotas de los países vecinos. La solidaridad musulmana los fascina, los hace fanáticos. Por eso han de ser vigilados con discreción extrema. Frenéticos cuando están excitados, cuando no lo están no son hostiles ni entusiastas. Tienen cierta curiosidad dentro de la indiferencia. Conservan intacta su personalidad. Su mayor o menor peligro depende del grado de fuerza que disponen, sobre todo si se les ha concedido la igualdad completa, como ha hecho Israel. A igualdad de trabajo, los árabes ganan lo mismo que los judíos. Todo esto obliga a tener más prudencia. Un diplomático israelí me decía:
–El país occidental que en este momento demuestra saber tratar mejor a los árabes es Alemania. Los árabes han hecho en Bonn esfuerzos inauditos para que Alemania Federal suspendiera el pago de las reparaciones a Israel. El canciller Adenauer se los ha sacado siempre de encima, a veces de manera perfectamente displicente. Las consecuencias están a la vista: Alemania ha desplazado de los Estados árabes a todos sus concurrentes, sobre todo los americanos y los británicos. Cuando se encuentran ante una fuerza la admiran; la debilidad, la fustigan.


Circulando por las aldeas árabes de los alrededores de Nazaret se observa que su nivel de vida es muy superior al de los pueblos árabes de la frontera de Jordania. La proximidad de estos pueblos es a menudo tan inmediata que pueden observarse a simple vista. La situación es un problema, pero no es el problema.


La historia es conocida. Las Naciones Unidas aprobaron y decretaron la creación de Israel en 1948. Implicaba la creación de un país compuesto, basado en una especie de juego de damas árabe-judío. Los israelíes aceptaron la decisión. Los árabes no sólo la rechazaron, sino que su respuesta fue la invasión. Se produjo la guerra de la independencia y se sitió Jerusalén el mismo día en que acabó el mandato de Gran Bretaña. La guerra fue precedida y acompañada de una incitación frenética realizada por Siria, Líbano, Jordania, Irak, la Arabia pétrea y Egipto, dirigida por la Liga árabe y el gran mufti de Jerusalén, para que los árabes de Palestina abandonasen el país. Lo hicieron algunos centenares de miles. Se refugiaron en Cisjordania, en la parte jordana de Palestina y en la denominada franja o territorio de Gaza. Así nació la cuestión de los refugiados árabes. Se fueron y ahora no pueden volver como desearían, porque todas las promesas que les hicieron han sido incumplidas.


Según la información oficial, el número de personas desplazadas por la última gran guerra mundial en Europa fue de sesenta millones. Para la inmensa mayoría de estas personas, víctimas de un engranaje de una violencia sin precedentes, la sensibilidad mundial no dio señales de vida. En relación a los 600.000 refugiados árabes se produjo, por el contrario, una agitación indescriptible. La ONU intervino enseguida, creó la UNRWA (organismo de asistencia) y comenzó a destinar dinero. En un principio la cuestión fue sentimental, y había la esperanza de que se produjera una ambición de trabajo.


Con el dinero de por medio se convirtió en fatídica: una considerable cucaña. Instantáneamente se creó el problema, que con el tiempo se hace cada día más complicado. Hoy persiste, ¡y lo que durará! Es un problema grave, una de las claves de la situación porque, según declaraciones reiteradas de los políticos árabes expuestas en el curso de estos últimos nueve años -lo acaba de repetir Nasser en los diarios liberales de Londres- no habrá paz en el Oriente Próximo hasta que no se resuelva la situación de los refugiados árabes de Palestina.


Hace falta ver, entonces, en qué consiste la cuestión, de una manera objetiva. La primera condición de esta objetividad consiste -pienso- en prescindir de las toneladas de papel, aparentemente documental, que se han producido, tanto en la parte árabe como en la judía. Son papeles influenciados, en mayor o menor medida, por la pasión. Creo, en cambio, que los documentos que año tras año han enviado los jefes de la UNRWA a la asamblea de las Naciones Unidas tienen un sentido humanamente objetivo. Es con ellos que he elaborado este capítulo, tratando de incorporar no excesos de pasión, sino la realidad que los hombres podemos conseguir. La afirmación es ésta: a las Naciones Unidas los refugiados árabes de Palestina le han costado, en los últimos nueve años, la cantidad de 450 millones de dólares. Ni más ni menos.


Esta situación hace más de nueve años que dura y, por el aspecto que presenta, todavía puede durar unos cuantos años. Mientras tanto, se han producido gran cantidad de iniciativas para resolverla. El número de personas enviadas en misión a Palestina para llevarlas a la práctica ha sido incontable, pero no se ha podido llevar nada adelante. Todo continúa igual y es prácticamente seguro que esta permanencia está totalmente asegurada mientras haya por medio esta fortuna. No se ha hecho nada para aprovechar la mano de obra de estos refugiados, aunque muchas veces han sido utilizados para perpetrar actos de violencia, después de ser entrenados en la escuela egipcia de terrorismo de El Arish; tampoco se ha hecho nada para facilitar la repatriación, ni para readaptarlos y reinstalarlos en los países donde viven, o en otros. Una comisión de la ONU formada por británicos, franceses y turcos y presidida por un americano -Mr. Clapp- trabajó seriamente en un proyecto de reinstalación de refugiados.


Se hubiera podido disponer de dinero para llevarlo a la práctica. A pesar de los esfuerzos, fracasó por lo que en términos diplomáticos se denomina “falta de colaboración”, léase simplemente sabotaje. Y es que la única manera de perpetuar el problema de Palestina y de continuar hasta donde sea posible la guerra consiste en agitar la bandera de los refugiados. Es un problema que no sólo tiene un sentido israelí, sino también antioccidental y anti Naciones Unidas. Así, estamos condenados a leer las lamentaciones anuales de la UNRWA a la asamblea de Nueva York, durante muchos años.


EE UU soporta la mayor parte de la carga de los refugiados. No se puede pedir un socio más paciente ni más generoso. A pesar de la solidaridad musulmana, que se manifiesta en algunos aspectos, la colaboración económica de los Estados árabes en la cuestión de los refugiados ha sido nula. Sólo cuando han aparecido noticias de que la ayuda de los organismos internacionales podía limitarse, ha surgido una u otra solución. Pero después la ayuda se prorroga un año más y las sugerencias se olvidan. En 1951, el Gobierno egipcio propuso instalar 50.000 refugiados de Gaza en el Sinaí. ¡En el Sinaí! Siete años después esos refugiados continuaban en Gaza haciendo la siesta, desocupados y jugando a los dados.


La situación es verdaderamente dolorosa, pero se mantiene de manera deliberada y, a pesar de la solemnidad de las palabras, frívola. Por otro lado, acaso jamás un problema local haya servido para envenenar las relaciones internacionales de una manera tan vasta. Mientras tanto, una masa humana de más o menos 800.000 personas vive sin ningún estatuto jurídico, de la caridad internacional, sin hacer nada, sin un aprovechamiento que alguien pueda apreciar. Esta situación ofrece aspectos de una curiosidad creciente, tiene matices inauditos e insospechados. En todo caso, las Naciones Unidas y concretamente los Estados Unidos parecen dispuestos a agotar toda la paciencia caritativa de que sus presupuestos son capaces. Los de enfrente ni tan siquiera habrían podido soñar una situación de mayor rendimiento, ni más fácil.

domingo, 18 de agosto de 2019

"Viaje a Rusia" de Josep Pla



En 1925, poucos anos despois da Revolución Rusa, Occidente ollaba á Unión Soviética baixo un halo de misterio e estrañeza. Nese contexto, Josep Pla, que aos seus 28 anos xa viaxara por toda Europa, foi a visitar Rusia para poder ter de primeira man unha imaxe máis clara da URSS aínda en construción. Da viaxe sairon dous textos que conformaron o libro "Viaje a Rusia". Deixo aquí un fragmento.

De Riga a Moscú: el bosque

A medida que el tren va adentrándose en Letonia, se abren, como un abanico ante la vía, las alas del paisaje, la tierra se va volviendo cada vez más desolada. De madrugada se entra en la zona de la frontera ruso-letona. Detrás de la ventana del vagón, bajo una lluvia que parece que dura toda la vida, se extiende un paisaje lacustre, despoblado, con un perfil de ondulaciones mordisqueadas con matas bajas y algún árbol esquivo y raquítico, sobre un cielo pálido.

En la última estación «capitalista» — la frontera— se encuentran los primeros contactos con Rusia. El tren soviético engancha los vagones directos Riga-Moscú. La máquina rusa, con el ténder cargado de leña de pino, lleva, en el flanco, bajo el anagrama de la Unión de Repúblicas Socialistas, la hoz y el martillo. El tren sólo tiene dos clases: la clase seca, que corresponde a nuestra tercera, y la clase blanda, que es nuestra segunda. En los trenes de largo recorrido, no obstante, todo viajero tiene derecho a disponer de un lugar para dormir. La cama se confunde, pues, con el billete. Los vagones, enormes, sin lujo, son, no obstante, muy decentes.

El tren tiene vagón restaurante. El precio del viaje es razonable: la clase blanda, de la frontera letona a Moscú — veinticuatro horas—, cuesta diez dólares. El tren se pone en marcha despacio y llega un momento — si asomáis la cabeza por la ventana— que veis aparecer, a horcajadas sobre la vía, un monumental arco rústico, de madera y ramas. En el centro superior del arco está colgado un retrato de Lenin, rodeado de follaje y de rosas de papel. Pasado el arco, el tren se detiene. Es el límite de la frontera. Os encontráis, entonces, ante una casa de madera, ocupada por gente armada. Un destacamento de soldados rojos —vestidos de caqui, con un gorro de tela puntiagudo y la estrella roja en la parte frontal, jovencísimos, la bayoneta calada— forma un cordón alrededor del tren. Estos soldados ya no os dejan hasta la aduana. Echamos un vistazo a la casa de madera: una bandera roja ondea sobre el tejado. En la fachada, en el centro, una litografía con un fondo rojo: Lenin. En el ángulo de la casa, una flecha pintada sale de un letrero: por poca práctica del abecedario ruso que tengáis, veis que el letrero dice: BIBLIOTECA.

Con un soldado en cada estribo, el tren se vuelve a poner en marcha, hasta la estación de la aduana: Sébezh. Los aduaneros, sin uniforme, os esperan en un local recién restaurado y pintado, limpio. Pasáis dos registros; el de los objetos es minuciosísimo, pero lo hacen con la máxima corrección. Lo hacen, generalmente, aduaneros del género femenino, señoritas.

Después tenéis que pasar por el mal trago de la seguridad. Esta fuerza, antes, era la Checa. La Checa, hoy, ya no existe: hay una institución similar, que tiene, no obstante, menos facultades ejecutivas que la famosa policía: la GPU. En la aduana los soldados de la GPU registran vuestros papeles. Es una visita implacable, obsesionante, absoluta. Hojean vuestros libros, os piden información sobre los papeles, las cartas, sobre la palabra que habéis escrito al azar en la esquina de una tarjeta de visita. Es lo mismo que se hacía en las fronteras durante la guerra.

Tenéis tiempo, sin embargo, en la estación de distraeros un rato. Por las paredes encontráis, en busto o en litografía, los retratos de las principales figuras de la Rusia de hoy: Lenin, que está en todas partes; Kalinin, presidente de la República; Stalin, Trotski, etc., etc. Bajo la bandera roja y el anagrama, la hoz y el martillo. Una infinidad de carteles: los carteles revolucionarios, de una truculencia brutal, van dejando lugar, no obstante, a los carteles constructivos: un cartel-anuncio de la cooperativa de maquinaria agrícola, grabados explicativos de los preceptos higiénicos más elementales, carteles contra la mortalidad infantil, etc., etc. Mientras lo miraba todo, se me ha acercado un joven que hacía tintinear dinero dentro de una caja de hojalata y me ha alargado un papel, escrito en siete u ocho lenguas. Es una suscripción a favor de los obreros chinos. Le he dado un rublo y el joven me ha hecho una gran reverencia.

Si os aventuráis, para hacer tiempo, a dejar la estación y a andar un poco más allá, os sorprenderá, probablemente, oír por los campos un gran parloteo de pájaros. Son bandadas de cuervos y de grajillas que picotean la tierra. La grajilla es un pájaro oscuro que tiene una cabeza redonda como un canónigo. Es el pájaro —d icen los poetas— que en Rusia anuncia la primavera. Cuervos se ven a miles. En este país el cuervo, sin embargo, se acerca a las personas y no tiene la consideración siniestra que nosotros le damos.

Y, como todo llega, llega también la hora de emprender la marcha. He tenido la suerte de hacer el viaje en domingo. La costumbre universal de la gente de los pueblos de ir a ver el tren está muy arraigada en Rusia. He pasado un domingo delicioso. Cada estación era una fiesta de color y un campo de observación magnífico. Los andenes estaban llenos de gente, principalmente de jóvenes. Es la primera vez que he visto a este pueblo dentro de su ambiente concreto. Me ha sorprendido la vivacidad, la vitalidad, la movilidad de la gente. Todo el mundo tenía su aire propio, su manera de hacer, su gesticulación. La multitud «se aborrega» poco. Era difícil observar un gesto afectado o poco natural o una actitud declamatoria. La gente me ha parecido muy sencilla, corriente y modesta.

En muchas estaciones, la juventud hacía un corro alrededor de dos o tres músicos que tocaban el acordeón. Las chicas —cara ovalada, rubias, ojos azules-verdes, pequeñas— iban vestidas de blanco. ¿A la moda? No. Se veía que llevaban el vestido de 1914, zurcido, remendado, pero limpio. Muchas llevaban atado a la cabeza un pañuelo rojo y las faldas largas, apenas enseñaban el piececito. El color del pañuelo es, probablemente, la innovación más visible que se ha producido en el paisaje ruso desde la revolución. La indumentaria de los hombres se ha rusificado más. Hay un porcentaje pequeñísimo de rusos que llevan americana y chaleco. Llevan, en esta época del año, una blusa o camisa de colores claros, a menudo toda blanca, sujeta al cuerpo por un cinturón de piel. Hay camisas bordadas y llenas de dibujos en el cuello y en el contorno de abajo. Estamos acostumbrados en Occidente a los colores grises y oscuros de la multitud; aquí, los colores blancos de los trajes de los hombres y el rojo de los pañuelos femeninos crean una mezcla de una vivacidad, de una frescura y de una animación simpáticas.

… La juventud —decíamos— formaba un corro en torno a dos o tres músicos que tocaban el acordeón. Las canciones y los bailes populares de este país empiezan con una melodía alargada, que sólo dura pocos compases, porque enseguida se desliza hacia un estribillo monorrítmico, monótono y triste. Los bailarines dan golpes con los pies en el suelo siguiendo el crescendo de la aceleración del ritmo y los espectadores siguen la música con palmadas. Cuando los bailarines, rojos y sudorientos, pierden el aliento y caen rendidos, la música se rompe de pronto y entonces parece que se apaga algo: como si la canción fuera unos fuegos y los cohetes se apagaran.

Si en las otras líneas se viaja como en esta de Riga-Moscú, se puede decir que en Rusia se viaja bien. El vagón restaurante estaba bien surtido y contaba con una innovación que me ha gustado mucho: se podía comer a la carta a cualquier hora del día o de la noche. Los precios, más razonables que en los vagones restaurantes alemanes de Mitropa. Por un dólar —dos rublos— coméis tres platos copiosos. Una botella de agua mineral cuesta treinta kopeks. Una botella de vino tinto del Cáucaso — que, por cierto, tiene un gran parecido con el vino catalán— cuesta un rublo con veinte kopeks. En proporción, la bebida más cara es la cerveza.

He observado, además, que las cantinas de las estaciones estaban muy bien aprovisionadas. Podéis comprar de todo —pescado o carne fría— por un precio asequible. Por sesenta kopeks — siete reales de los nuestros— compráis medio pollo asado. Diréis, quizás, que es natural que en Rusia estas cosas tengan precios decentes, siendo como es este país un almacén inmenso de productos de comer y beber. Perfecto. Lo que no deja de ser un hecho — salvando siempre la situación que pueda haber en otros lugares del país— es que los precios que os piden yendo de Riga a Moscú son inferiores a los precios de Alemania y de España. Otras constataciones: las carreteras que he visto estaban en pésimo estado. El tren ha funcionado, en cambio, con una puntualidad perfecta.

En las estaciones, viendo pasar el tren, había tres clases de personas: un porcentaje —ínfimo— de personas que pedían limosna. Otro porcentaje de personas —más nutrido— que iban sucias y harapientas y que no podían esconder su miseria. La gran mayoría restante —el ochenta y cinco por ciento— tenía un aspecto uniforme, decente, sin pretensiones, sencillo, limpio. Este hombre de la gorra —objeto que en Rusia es de uso universal—, de la camisa de colores claros y del cinturón de piel tiene que ser considerado probablemente el ruso medio. Lo que no he visto nunca todavía es a nadie que fuera vestido de rico. Es la constatación que podéis tener en Rusia a cada paso. No he visto todavía a una persona de la que se pudiera deducir, por los signos externos, si era rica o pobre. He visto, ciertamente, muchos exricos, vestidos con los restos de la pompa anterior. No he visto todavía a nadie vestido de rico. Esto, que parece un pequeño detalle, modifica completamente el aspecto del país. Sentís que os encontráis en un lugar totalmente diferente de todos los que habéis visto hasta ahora.

«La organización de los transportes — me dice el ciudadano Vladímir Lidin, secretario de la Asociación de Escritores Rusos, compañero de viaje— se va fortaleciendo poco a poco. Hemos pasado ocho años en medio de una descomposición completa. La descomposición era casi absoluta en el momento de la revolución. Durante la guerra, los agentes alemanes del frente interior lo sabotearon todo. Para reorganizarlos, hizo falta la mano de hierro del comisario Dzerzhinski, actual jefe de la GPU, que es la Checa de hoy. Actualmente circulan todos los trenes que circulaban antes de la guerra. Dos veces por semana circula el Moscú-Vladivostok. Hay trenes perfectos, como el expreso Moscú-Leningrado (doce horas). Todos los trenes están en manos del Estado. El sindicato de los transportes se ocupa de los ferrocarriles. Este sindicato es uno de los más poderosos de Rusia, y el diario que publica, Gudok [Silbido], es uno de los más leídos.»

No puedo hablar del grado de desorden al que llegó la organización de los transportes en Rusia; pero, a juzgar por la cantidad de material móvil que se encuentra, pudriéndose, abandonado, en las vías muertas de las estaciones, se puede deducir que fue considerable. Salvo locomotoras, no se ve material móvil nuevo. Las estaciones se remodelan y se arreglan. No hay estación por pequeña que sea que no presente una librería abundante. Retratos de Karl Marx, de Lenin, de Stalin, de Kalinin, de Ríkov y de Trotski se encuentran en todas partes. Los comunistas llevan sus efigies en el pecho. Los sin partido los contemplan por todas partes. La instalación de las librerías y la difusión de la iconografía revolucionaria en las estaciones es obra del Comisariado de Comunicaciones.

Se ven muchas insignias. Los obreros del sindicato de transportes llevan en la gorra un martillo y un ancla. Cada sindicato tiene sus propias insignias alusivas.
La sensación dominante del viaje es, sin embargo, una sensación que yo no había sentido nunca: la sensación de la inmensidad del paisaje. Todo aparece, en relación con nuestras cosas, multiplicado por diez: las distancias, los pueblos, las perspectivas, las cosas. Para que las cuentas os salgan tenéis que poner siempre, aquí, un cero más. Un viaje de veinticuatro horas se considera un viaje de nada. Hay bosques que se pierden difuminados en el horizonte. Es un paisaje que recuerda la alta mar —diríais la alta tierra— en cuanto a la soledad que sentís y la dilatación enorme de los horizontes. Con la cabeza en la ventana veis como el tren va coleando, enfilando tierra y dejándola atrás: tenéis la sensación de que el tren no va a ninguna parte, que se ha perdido, que tanto podrá llegar a un lugar situado trescientos kilómetros más arriba como trescientos kilómetros más abajo. Es una sensación rara y un poco angustiosa.

Y el paisaje, hasta Moscú, salvo ser enorme y solitario, no creo que tenga ninguna condición más. Un conjunto inacabable de llanuras inmensas, puestas unas más altas o más bajas que las otras, pobladas de bosques de pinos tupidos, clareadas con algún campo o con el desparramiento de casas de madera sin pintar de los pueblos, es un paisaje sin intimidad, un puro elemento geográfico. Los pueblos — separados por distancias enormes— son todos iguales: las casas bajas, desperdigadas, sin orden, en torno a la iglesia, con sus medias calabacitas pintadas de verde o de azul — las cúpulas— y las cruces de filigrana. Es difícil comprender qué debe de ser, para el habitante de una tierra tan dilatada, el núcleo de gravitación espiritual. Es una soledad que explica el internacionalismo, el comunismo y el ilusionismo moral. Es un paisaje que debe de obligar por fuerza a la gente a llevar una vida sin vanidad.

domingo, 11 de agosto de 2019

"El Gran Miedo. Una nueva interpretación del terror en la revolución rusa" de James Harris




O historiador británico James Harris reconstrúe no seu libro "El Gran Miedo. Una nueva interpretación del terror en la revolución rusa" (Crítica) a esaxerada percepción de ameazas internas e externas que conduciu a Stalin a desencadear as purgas dos anos trinta na Unión Soviética.

Harris, profesor de Historia Moderna Europea na Universidade de Leeds, contradi a tese que presenta o período 1936-1938 como a culminación da loita de Stalin por eliminar a vella garda bolxevique e asegurarse o control total do país mediante unha nova xeración de funcionarios leais. Despois de mergullarse en documentos desclasificados nos últimos 20 anos, Harris chega á conclusión de que as grandes purgas foron froito non da tolemia homicida dun home ou da maldade intrínseca dunha ideoloxía, senón dunha malinterpretación dos datos dos servizos de intelixencia soviéticos, que axigantaban e deformaban calquera presunto indicio de conspiración interna ou externa.

A pesar de deixar claro que a violencia revolucionaria xa se practicou antes de que Stalin tomase as rendas do Kremlin, no contexto dunha guerra civil na que as forzas antibolxeviques cometeron tamén todo tipo de atrocidades, Harris non defende a idea de que o terror estalinista fose a evolución lóxica do sistema instaurado por Lenin. En 1936, sinala Harris, o Estado soviético era "moi poderoso, pero tiña a impresión de que era débil", pensaba que unha coalición de nacións hostís preparaba unha invasión da Unión Soviética e que existía unha quintacolumna que non cesaba de conspirar contra o réxime soviético desde dentro.

Desde mediados dos anos vinte, Stalin recibía informes da espionaxe soviética que suxerían que Francia e o Reino Unido, en coordinación co réxime de Pilsudski en Polonia, tramaban unha agresión militar contra a URSS, pero visto con perspectiva eses informes pecaban de alarmismo, magnificaban a ameaza real de invasión ou tendían a presentala como moi próxima no tempo.

Este "pánico bélico" a partir de 1927 levou á cúpula soviética a acelerar a industrialización, a expensas dunha colectivización forzosa no campo con grandes custos humanos: a fame negra de 1932-1933 cobrouse millóns de vidas en gran parte da URSS. Cando se fixo evidente que as cotas de produción impostas polos plans estatais eran imposibles de cumprir, os cadros implicados nos sectores produtivos tentaron salvar o seu posto botándose a culpa uns a outros, aducindo supostas conspiracións para sabotear os obxectivos económicos, o que, sumado á avidez dos servizos secretos por desenmascarar presuntas tramas contrarrevolucionarias, desatou unha espiral de represión.

As apelacións oficiais a extremar a vixilancia fronte a "saboteadores" e "trotskistas" camuflados provocou denuncias en cadea, que derivaron en detencións masivas, que á súa vez se traduciron en confesións delirantes de conspiracións ficticias feitas polos detidos baixo métodos de presión física e psicolóxica por partev do organismo antecesor do KGB, que elevaba logo a Stalin informes cada vez máis dramáticos e alarmantes sobre supostas actividades contra o réxime.

Todo iso alimentado e potenciado por unha historia rusa riquísima en golpes palaciegos, invasións estranxeiras e conflitos con etnias non rusas no interior do imperio, ademais da infiltración de espías da policía zarista sufrida polos bolxeviques antes de tomar o poder, unha bagaxe que acrecentaba a xa sobredimensionada sensación de vulnerabilidade do réxime soviético. "Non se trata dunha historia de paranoia, Stalin e moitos outros que compartían este temor eran fríamente racionais á hora de procesar a información que se lles proporcionaba", sentenza Harris.

viernes, 9 de agosto de 2019

A cartelería de prevención de accidentes laborais na URSS

Aínda que poidan semellar cartaces de películas de terror ou gore, nada máis lonxe. O que a Unión Soviética pretendía era crear conciencia do perigo amosando a peor situación posíbel nun accidente laboral. Estes son algúns dos milleiros deles editados masivamente nas magníficas campañas de prevención de riscos laborais.


Tes que saber qué facer se alguén se electrocuta. Se non é posible a desconexión, curta os cabos.

 Mira por onde camiñas

Non pases por debaixo do eixe de transmisión
Tapa o pelo
Non tires a correa de transmisión co pé
Coloca os ladrillos correctamente

É perigosa a serra ao descuberto, non si?

Que sempre funcione o ventilador, un amigo da labor
Fixa de maneira firme todo o que poñas nas plataformas

Non desordenes a área de traballo