Por Manuel Rivas
EL PAÍS - 29.09.2019
Allí
estaba. La plana mayor del Ministerio de Fomento y demás autoridades
desplazadas a Mondoñedo, encofrados en la alta retórica de los pilares
del Estado, no vieron cómo se cernía, puntual y parsimoniosa, la gran
manta de niebla. La obra que se inauguraba aquel 3 de febrero de 2014
estaba cargada de millones y adjetivos. Una obra portentosa, histórica,
que pasaría a los anales de la ingeniería vial. Era el último tramo de
la autovía Transcantábrica, 20 kilómetros de oro hormigonado, aupados
por la maquinaria pesada y 200 millones de euros en los montes de
Mondoñedo. Los oriundos sí que la vieron, la gran nube, y por eso su
aplauso fue cauteloso y oblicuo. Veían comparecer la gran
superestructura de la naturaleza para ocultar en la nada la soberbia
infraestructura humana, mientras las autoridades sonreían a cámara y
disfrutaban del momento momentáneo.
En este tramo de la A-8, la
niebla no deja ver siquiera las balizas de niebla. Poco tiempo después
de la triunfal inauguración, en el mes de julio, se produjo un gran
choque en cadena, con 35 vehículos destrozados y una víctima mortal. El
Alto do Fiouco, donde la niebla es tan espesa que se podría empaquetar
como souvenir, ha pasado de ser una montaña mágica a la psicogeografía
del pánico. Ya hay leyendas que hablan de automóviles que han penetrado
en la niebla para no volver. La realidad es que desde 2014 ha tenido que
cortarse el tráfico una media de 100 días al año. Cortes que, a veces,
se prolongan durante días y el tráfico es desviado por la vieja
carretera de Mondoñedo. No es una desgracia, siempre que se aproveche
para una parada y visitar la Fonte Vella, esa a la que Álvaro Cunqueiro
quiso invitar a un perfumista de París “para que aspirase lentamente el
aroma a heno de hierba recién cortada y, partiendo de él, inventase un
perfume de otoño”.
La que tiene posada milenaria en el monte do
Fiouco, de 698 metros de altitud, es lo que llaman ahora una “nube de
estancamiento”. Podría decirse que la niebla está donde tiene que estar.
La autovía, no. Cuando empezaron las obras, los paisanos advertían a
ingenieros y técnicos: “¡Teñan coidado que por aquí hai días que non
vemos as vacas!”. Y no se referían a seres míticos. Señalaban las vacas,
sus vacas, que ellos llevaban de la cuerda a uno o dos metros. O
viceversa. Eran tan importantes o sagradas las vacas en una casa
campesina en Galicia que cada una tenía mayordomo. Mi madre y mi padre
tuvieron ese oficio vaquero en la infancia. El caso es que las gentes de
la comarca de Mondoñedo se cansaron de advertir a aquellos hombres tan
sabios que en los lugares por donde estaban trazando la autovía había
temporadas en que no se veía una vaca a tres pasos. Pero los hombres
sabios desconectaban. Estaban a lo suyo. ¿Con qué cuentos de vacas
venían aquellos viejos chalados?
Cinco años después, no se sabe
qué hacer con la niebla. Se ha intentado todo tipo de señalización
luminosa. Este tramo de la Transcantábrica ya parece un espacio de
ciencia-ficción, apropiado para rodar alguna serie tipo Black Mirror.
Los expertos que no quisieron escuchar ni a los campesinos ni a las
vacas siguen convencidos de que vencerán a la niebla y a la maldita nube
de estancamiento, cueste lo que cueste. Se barajan alternativas como la
construcción de un túnel translúcido con un sistema de calefacción con
rayos infrarrojos. También se habla de instalar un gran sistema de
aspersión higroscópica para provocar lluvia que disperse la niebla. Es
posible que los hombres sabios consigan, al final, que en el Alto do
Fiouco tengamos calefacción, lluvia y niebla a la vez.
Mucho he
pensado estos días en los expertos que no quisieron escuchar a los
paisanos que les advertían de una niebla bíblica. Parece que en la
política también han tomado el mando los expertos en metadatos que no
ven la niebla. Gurús, asesores, spin doctors o lo que sean, fanáticos
del solucionismo tecnológico, pero que tienen atrofiada la tecnología
más extraordinaria jamás inventada: esa leve y sencilla inclinación para
escuchar a la gente.
En esta política algorítmica no hay ideas
ni ideales, sino tendencias o filias y fobias compulsivas. Los expertos
se mueven mejor en el secretismo, en sus cabinas de mandarines
virtuales. Por eso molesta todo lo presencial. Se desactiva la
participación, la disidencia. La mayoría de los partidos funcionan como
altavoces de un poder unipersonal. Y los electores son tratados a la vez
como consumidores y materia prima, a los que encima se les pide que
pulsen un like, un “me gusta”. A ver qué pasa con esta niebla.
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