Por Pilar Rahola
Cuando
Hermann Broch, en plena locura sanguinaria hitleriana, lanzó su
terrible aseveración -“el peor crimen de Europa es la
indiferencia”-, construyó algo más que una frase histórica. De
hecho, intentaba lanzar un dardo al corazón mismo de la conciencia
europea, la obligaba a mirarse al espejo y encontrarse consigo misma.
El resultado de esa mirada interior, de haberse producido, habría
tenido los mismos efectos que el retrato de Dorian Gray: la
monstruosidad no solo no era ajena a la conciencia europea, sino que
nacía de ella misma. Europa era indiferente en la superficie porqué
era culpable en la
profundidad, en ese abismo interior donde había mimado y alimentado
durante siglos el huevo de la serpiente.
La judeofobia
no era una
contingencia histórica, acotada en tiempo y espacio, sino una
cultura de fondo que explicaba toda la historia de Europa. De alguna
manera, el odio a
los judíos había fundado Europa:
era su más prominente socio fundador. Por eso Broch se equivocó en
su grito desesperado: Europa
no era indiferente, Europa era el problema.
Y por eso mismo nunca hizo una introspección seria, históricamente
tan hábil en el manejo de la minimización de la propia culpa.
¿Hitler? Hitler no fue más que el eslabón último de un progresivo
proceso de destrucción del alma judía que
conformaba el alma europea, proceso
de destrucción
que, a su vez, era necesariamente un proceso autodestructivo. Como
dijo Benjamin Netanyahu seriamente dolido, en una de sus últimas
visitas oficiales a Estados Unidos en representación de Israel, “los
europeos ya nos quisieron exterminar una vez en el pasado”.
Es decir, fue Europa quien quiso exterminar a los judíos –y de
hecho consiguió exterminar muchas de las pieles de su resistente
piel-, y vuelve a
ser Europa quien, en cierto sentido, aboga por su exterminio.
¿Es ello
cierto? Estoy desgraciadamente convencida de ello, y es esa
convicción la que me lleva a escribir estas líneas. La convicción
de formar parte de un cuerpo europeo que ha cometido el peor crimen
de la humanidad, el
exterminio industrializado de toda una cultura,
y que, a pesar de ello, no se ha vacunado contra su propio odio.
Europa se ha librado
de los judíos, pero no se ha librado de la judeofobia.
Ello
explica su histerismo acrítico pro-palestino, su izquierda
ferozmente antijudía, su macabra banalización de la Shoah –esa
“muerte del alma humana” que Lanzmann ha convertido en un cuerpo
a cuerpo con uno mismo-, sus intelectuales de pacotilla tan amantes
de la libertad que han ido amando intelectualmente a todos los
dictadores de la historia, Mao-Tse-Tung, Stalin, Pol Pot, ahora
Arafat. Ello explica esa nueva construcción ideológica del
antisemitismo, versionada como antisionismo -y que Bernard Henry Levi
considera la más depurada de las versiones modernas del racismo,
aunque su formulación hubiera sido un clásico del pensamiento
soviético…-, y explica también la fascinación que llega a
producir, en determinada intelectualidad europea, cualquier fascismo
que incorpore al antiamericanismo entre sus fobias totalitarias.
Saramago sería el
ejemplo más notable de lo que en 1884 August Bebel tipificó como
“el socialismo de los imbéciles”. Y es que uno puede escribir
como los ángeles y pensar como los idiotas…
Europa
es Kafka. Y Heine (visto
como demasiado judío en Europa y demasiado “europeo” entre lo
judío), y Freud, y
Marx y hasta Einstein. Sin embargo, al igual que el propio Kafka, no
solo no conoce su identidad sino que la niega y la destruye, tan
exiliada de si misma que ha hecho del autoodio
una forma de
reafirmación. Su relación con lo judío, propio y extraño a la
vez, ha sido siempre la crónica de un harakiri planificado, hasta
el punto de llegar a un sinsentido histórico:
Europa no se explica sin lo judío y, al mismo tiempo, siempre se ha
explicado contra lo judío.
Es decir, contra sí misma. Su conciencia colectiva se forma a través
de las diferentes formas que la judeofobia inventa, y de ahí nace
todo. Igual que su antiamericanismo patológico, tan desleal con los
miles de jóvenes americanos que perdieron la vida liberándola de
sus más profundas miserias, su antisemitismo también es patológico.
Finalmente, después de más de mil años de intentarlo, ha
conseguido destruir su alma judía. Al hacerlo, se ha envilecido
hasta tal punto que, en cierto sentido, ha muerto.

Por eso, lo que queda de
Europa después del holocausto se parece tanto al esperpento
valleinclanesco: el espléndido héroe épico reflejado en el espejo
cóncavo. Distorsionado. Embrutecido. Desprovisto de toda grandeza.
Escribo
a favor de Israel, primero porque soy europea,
y no olvido la responsabilidad directa de Europa en todo lo que
acontece al mundo judío. De
Europa es la responsabilidad de la creación del estado de Israel. Es
Europa quien crea la conciencia, la necesidad de estado como última
esperanza para la supervivencia.
Es Europa quien escribe en 1896 el “Der Jüdenstaat”, de la mano
de Theodor Herzl; es Europa quien envía, en 1906, a Yafo, a un joven
proveniente de la Polonia rusa, el mítico David Grin, más tarde
hebraizado como Ben Gurion. Hijos de los progrom, la diáspora y la
destrucción sistemática de su pueblo, es Europa quien envía a
miles de jóvenes a esa “tierra sin pueblo, para dotarla de un
pueblo sin tierra”.
Jóvenes que primero quisieron ser franceses, alemanes, polacos,
rusos, hispanos, pero que fueron obligados a ser solamente judíos;
es Europa quien
crea la nación judía, pues, convirtiendo a su gente en el único
pueblo del mundo destinado al exterminio total; es Europa quien
construye la estación final de Ausschwitz; es Europa quien convierte
la creación de Israel en la solución extrema… ¿Puede Europa
autootorgarse un papel moral en el conflicto de Oriente Próximo sin
partir de su radical, monstruosa, gigantesca inmoralidad histórica?
Quizás esa es la clave para entender la actitud de su pensamiento
oficial: con su adscripción maniquea y acrítica al victimario
palestino, Europa se exorciza de su propia culpa, la niega hasta
hacerla desaparecer. Ya no se trata de ser indiferente, como
recriminaba Broch. Ahora
se trata de ser dedo acusador, linda manera de dejar de ser culpable…
La
banalización de la Shoah forma parte de este mismo proceso de
exterminio. Y aquí
hay que ser de una claridad meridiana: el uso perverso de la memoria
del holocausto como toma de postura en el conflicto de Oriente
Próximo, es una degradación radical de la moralidad, y, sin duda,
es la punta de lanza de un pensamiento profundamente reaccionario. La
paradoja de que dicho pensamiento cuaje, sobretodo, entre
intelectuales progresistas, líderes de izquierdas y movimientos
defensores de los derechos humanos, no resulta sorprendente. Al fin y
al cabo, esta paradoja define históricamente a una izquierda “tan
verdadera”, que a menudo ha sido el brazo ejecutor de los
postulados más retrógrados. Bien asentados estos movimientos en lo
que Glucksmann llama “los agujeros negros” de nuestra memoria
colectiva –Vichy, la guerra de Argelia, el Gulag soviético, las
propias persecuciones contra los judíos-, reescriben hasta tal punto
la historia que tienden a negarla. Y solo desde esa negación desde
una negación estremecedora de la conciencia europea, se puede usar
el holocausto como arma arrojadiza contra Israel. Ya no se trata solo
de militar en la Hasbara, de amar el principio de información por
encima de la propaganda, de querer ser cronistas de la verdad y no
del odio. Se trata, sobretodo, de respetar a las víctimas del crimen
industrializado.
Porqué habrá que decirle a los Saramagos del mundo que banalizar a
las víctimas de la Shoah es una forma de volver a matarlas. Como
dijo alguien, el rigor histórico no solo es una obligación
científica, ante el holocausto es una exigencia moral.
Por
cierto, y con permiso de Joan Culla que utilizó este argumento en un
artículo: si las 52
víctimas palestinas
de Jenín (contabilizadas por una ONG tan poco sospechosa como Human
Rights Wath), más
las 23 víctimas israelíes
-¿o no cuentan?-
son equiparables al Holocausto, ¿a qué son equiparables el casi
millón de personas
que han muerto víctimas del proceso sangriento de islamización
del Sudán, o las 20.000 víctimas del aplastamiento de la
sublevación de la ciudad siria de Hama por parte de Hafed el Assad;
o las 100.000 que tiene en su macabro haber el terrorismo islámico
argelino? Y, ¿a
qué sería equiparable la sistemática destrucción de poblados
cristianos libaneses a manos de facciones palestinas? ¿A qué sería
equiparable la matanza de palestinos que perpetró, en su particular
septiembre negro, el buen amigo Hussein de Jordania?
Sin embargo, todo ello no
cuenta para una izquierda que, datos en mano, no se
indigna por las víctimas musulmanas, con su mítica aureola de
tercermundismo que tanto gusta a esos viejos carcas de la progresía,
sino exclusivamente por aquellas víctimas musulmanas que han caído
bajo balas israelíes, en el fragor de un conflicto que es una
guerra. Es decir, la misma izquierda que no recuerda que fueron los
comunistas los que más comunistas mataron de la historia, tampoco
tiene interés en saber que
nadie ha matado más palestinos que los propios árabes. ¿Para
qué perderse en números, si lo que mueve a indignación, a protesta
organizada, a escándalo mediático y a reclamación ante la siempre
atenta y amiga ONU –que llegó a tener de presidente a ese bonito
nazi llamado Kurt Waldheim-, es exclusivamente la culpa judía? De
ahí nace la inmoralidad de un Saramago, de ahí nacen esos
reaccionarios de izquierdas, tan preocupados por los derechos
humanos, que llegan a considerar una tragedia la caída del muro de
Berlín. La izquierda implicada en el totalitarismo estalinista, y
que sin embargo solo recuerda las culpas del fascismo…; la misma
fascinada por un tercermundismo folclórico que llega a minimizar y
hasta comprender el totalitarismo integrista; la misma que odia a
América porqué en realidad odia, no sus errores, sino los valores
que representa; la misma que odia a Israel, porque Israel
es la encarnación más resistente y genuina del racionalismo.
Y afirmar esto entre noticias militares, atentados y ocupaciones,
podría parecer una impertinente osadía. Sin embargo, solo un estado
arraigado en valores racionales, podría aguantar más de 50 años de
intento sistemático de destrucción. En fin, la misma izquierda que
ha encontrado en la ocupación de Cisjordania y Gaza la excusa
perfecta para canalizar su antisemitismo.
Por
supuesto no olvido un aspecto básico: la ignorancia. Oriente Próximo
es lo más mentado en todos los cenáculos que se precien. Pero es
lo más mal conocido. La
superposición de mentiras ha llegado a ser tan notable, persistente
y minuciosa que ha conseguido conformar una verdad paralela. Una
realidad paralela.
Escribo,
pues, a favor de Israel, porqué me repugna el uso perverso del
holocausto, la pornográfica frivolidad con que se juega con la
memoria de la peor tragedia de la humanidad.
Y porqué, si yo soy Kafka, y Heine, y Freud, también soy cada una
de las víctimas que murieron en la solución final… Ser europeo
implica una dualidad terrible e inevitable: o se está en el lado de
las víctimas; o se está en el de los verdugos. No puede existir la
indiferencia que Broch mentaba: nadie, que no sea víctima, resulta
ser inocente.
De la
negación del holocausto cuelga, cual hijo natural del mismo proceso
de distorsión, la negación de la violencia palestina.
Así, mientras las
víctimas israelíes no existen, convertidas en pura contingencia
inevitable, las palestinas son revestidas de una aureola épica que
las engrandece más allá del sufrimiento. Como si fueran la crónica
de un martirologio, en esta nueva religión que es, para algunos, la
causa palestina. Por ello no existe la pequeña Lea Schijverschunder,
de 9 años, que quedó gravemente herida y perdió a 5 miembros de su
familia. Un hombre bomba… No existen Galila Bugal, de 11, ni Shani
Avi-Tzedek, de 15, dos de las decenas de víctimas muertas en uno de
los autobuses repletos de civiles que hombres bomba hicieron
estallar. No existen las decenas de víctimas infantiles de la Bar
Mitzva que un hombre bomba decidió celebrar a su manera. Ni las 23
personas muertas en la celebración de la Pesaj, ni la mujer
embarazada de 8 meses que un hombre, cara a cara, ametralló, en el
mismo acto asesino en el que mataron, entre otros, a un bebe de
meses. Ni siquiera existen los desplazados y los refugiados judíos
–concepto que reconoce ni la ACNUR-, a pesar de que casi 800.000
judíos han tenido que salir de los países árabes, más del 95% en
muchos casos. No existen las víctimas judías porqué son judías y,
por ello, son responsables de su propia muerte, fatal destino de
quienes han nacido en el pueblo elegido… para el exterminio. En el
maniqueismo oficial que milita la gramática periodística europea,
las víctimas sólo pueden ser palestinas. Y los asesinos, sólo
judíos. Cualquier
dato que tuerza esta dualidad perfectamente trabada, sencillamente es
ignorado.
Y así
creamos un nuevo lenguaje para una nueva épica, desprovistos como
estamos de las épicas de antaño. A los asesinos fanáticos
palestinos, les llamamos
milicianos, bonito concepto de viejas resonancias románticas. No
son, pues, locos hinchados de odio en el alma y de metralla en el
estómago, sino resistentes.
A las bombas indiscriminadas, pensadas para matar a víctimas
civiles, cocidas en la cocina del odio totalizado, les llamamos
acciones de lucha. Al propio odio, planificado desde la mismísima
autoridad palestina, perfectamente estructurado como un pensamiento
colectivo, odio en las escuelas, en las fiestas, en las canciones, en
la vida, ese odio antiguo que llevó a Golda Meir a pronunciar una
frase histórica, “llegará
la paz cuando los palestinos amen a sus hijos más de lo que odian a
los judíos”, ese odio no es odio, sino simple y razonable
resentimiento.
Tampoco
no existe un Arafat violento y totalitario, aunque su biografía
terrorista sea tan amplia como los centenares de muertos que adornan
su camino. Ese líder ciego que ha ido destruyendo todas las
posibilidades de paz,
que ha engañado a cada uno de los líderes israelíes con los que ha
tratado y que, sobretodo, dinamitó la gran esperanza blanca de los
acuerdos de Oslo; ese
hombre tan abrazado a la causa palestina como alérgico a un estado
palestino –matiz
harto significativo, puesto que estado significa logística,
contradicciones, complicaciones, quizás libertades…-; ese
personaje que nunca
quiso un pacto con Israel, sino el exterminio de Israel,
y que mereció el desprecio de un Clinton convencido de haber sido
traicionado, como también lo fue toda la izquierda israelí; ese
líder de la violencia, responsable directo de la ola de atentados
del momento actual –y de tantos otros-, y cuyo amor a la vida de
los suyos es más bien escasa: “podremos sobrevivir a Sharon, pero,
¿sobreviviremos a Arafat?”,
enfatizaba no hace mucho un palestino; ese hombre que acumula
tantas muertes civiles como errores históricos,
tanto totalitarismo violento como corrupción, y cuyo único
ecosistema es la guerra, ese hombre no existe. Para la Europa de la
nueva moral frente a lo judío, solo existe el pobre y viejo
resistente, última ocasión para enamorarnos nuevamente de un
dictador. No es un estratega, es un terrorista. Pero hemos decido que
es nuestro terrorista, como cuando los piratas de uno, no eran
piratas sino corsarios. Como cuando Kissinger dijo aquello de
Pinochet: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
Y eso
que los medios de comunicación europeos, los mismos que
editorializan escandalizados con Belén o Jenín o Gaza, podrían
haber hecho un festín con las
violaciones palestinas de los acuerdos de Oslo.
Y eso que las denuncias, contra Arafat, por corrupción
con las ayudas europeas, han
sido publicadas incluso en Kuwait.
Y eso que, puestos a pedir juicios por crímenes
contra la humanidad, Arafat lleva algunas maletas sangrientas a
cuestas. ¿No sería el exterminio de 30.000 cristianos libaneses,
unos 10.000 a manos de las milicias
de Arafat, un titular bien bonito? Y eso que publicar la arenga de
muchos imanes, apelando a la obligación al martirio, daría mucho
juego, con su sistema metódico de inculcación de valores
fatalistas. Y eso
que los millones de petrodólares dedicados al terrorismo palestino,
y no a las escuelas, a los hospitales, a las infraestructuras, sería
lindo de analizar. Y eso que cuando Gaza y Cisjordania estuvieron
durante años en manos árabes, nadie sugirió allí un estado
palestino, bonito tema de debate…
Y eso… Pero en el periodismo que decide que la ocupación de la
basílica de Belén por parte de 150
terroristas, armados
hasta los dientes, que llegaron a adosar hasta 40
bombas en las paredes de la basílica,
no es una ocupación terrorista, sino
el asedio del ejército israelí contra un lugar sagrado, en ese
periodismo ¿qué interés tiene la información,
el rigor, la veracidad, la neutralidad? Sobretodo la neutralidad,
habiendo optado todos por una cómoda y catártica “neutralidad
pro-palestina”.
En la
perversión última de esta consciente o inconsciente distorsión
de la realidad, no
existe una nueva forma de fascismo, el integrismo islámico. Existe
solo una lucha con causa. Que el Mein Kampf de Hitler o los
repugnantes “Protocolos de los sabios de Sion”, nacidos bajo la
pluma de los servicios secretos zaristas, sean best-sellers en el
mundo árabe, debe ser un síntoma lógico de la lógica
civilizada de las cosas… También debe ser lógico que algunos
grupos nazis europeos hayan celebrado la caída de las Torres Gemelas
y tengan a Bin Laden como un nuevo Fürher: todo cuadra. Todo menos
el hecho de que Europa está volviendo a caer en sus mismos errores
–“nos vuelve a
traicionar” se
oye en las calles de Israel-, incapaz de digerir a los judíos
incluso cuando ya no habitan entre los suyos. ¿Cómo era aquello?:
“primero nos
dijeron ´no podéis vivir entre nosotros como judíos´. Después,
´no podéis vivir entre nosotros´. Finalmente, ´no podéis vivir´.
No podéis
vivir ni en
Israel, el estado
que creó la propia Europa. Por eso Israel tiene que pedir perdón
por sus actos, incluso cuando tiene razón. Y nunca, nunca, puede
equivocarse.
Como
nunca puede perder.
Porqué detrás de una derrota árabe llega otra guerra, y otra, y
otra. Pero la primera derrota de Israel significaría
su desaparición absoluta.
“Si alguien dice que quiere destruirte, créele”, dijo Menahem
Begin, y diez años después de su muerte, la afirmación no puede
ser más válida. Incluso entre los sectores más dogmáticos del
pensamiento europeo, hay una evidencia que resulta irrefutable: en el
pensamiento colectivo israelí, late la irreversabilidad de un estado
palestino, más tarde o más temprano. Su exigencia no es el
territorio, es la paz. Pensemos, por ejemplo, en el retorno de todo
el Sinaí a Egipto, cuando la paz con este país fue un éxito. “Solo
es desierto”, me decía uno de esos ignorantes ilustrados que
corren por ahí. Ni sabía ni tenía interés en saber que el Sinaí,
ciertamente, era desierto cuando lo ocupó Israel, pero lo devolvió
con pueblos urbanizados, hospitales, escuelas y… ¡petróleo!
Petróleo que los árabes ni sabían que tenían, y ello teniendo en
cuenta que Israel no tiene petróleo. Por cierto, fue Sharon en
persona quien obligó al retorno de los colonos judíos que se habían
asentado en el Sinaí. La obsesión de Israel es la seguridad y, en
consecuencia, la paz. Por ello, las sucesivas derrotas árabes en las
guerras contra
Israel tienen un
precio: el precio de
la seguridad de Israel.
En el pensamiento colectivo israelí, pues, y más allá de algunos
radicales perfectamente minorizados en la sociedad, no existe la
negación del derecho palestino. Israel quiere vivir seguro como
estado y es a partir de la seguridad que se relaciona con el entorno,
un entorno hasta ahora totalmente agresivo. En el
pensamiento colectivo palestino,
en cambio, lo que late es
la voluntad de hacer desaparecer Israel
y prácticamente nadie
acepta la existencia de los dos estados.
“Después de 32 años, ¿dónde está el Movimiento “Paz ahora”
palestino”, se preguntaba con cansancio Mario Wainstein,
co-fundador del Movimiento Shalom Ajshav y activo militante por el
diálogo palestino-israelí. “¿Dónde, los intelectuales
palestinos que nos dan el pésame por nuestras víctimas de
atentados, como los veinte preminentes escritores israelíes que
fueron a dar el pésame a las casas de víctimas palestinas?”. Sin
raíces ancestrales, perdida en el gran magma de la identidad árabe
–el propio mito irreal del pueblo palestino, se inventó como
excusa para la ocupación árabe- la identidad palestina no solo es
muy reciente, sino que sobretodo se ha creado
en función del odio a Israel.
Es decir, de la misma forma que Europa se explica, a la vez, por su
componente judía y por su componente antijudía, ambas tan
estrechamente relacionadas que conforman las dos caras de la misma
identidad, también lo palestino se explica, casi exclusivamente, por
su componente antijudío. Por ello es tan difícil acabar con la
violencia extremista palestina. No solo por la irresponsabilidad de
líderes violentistas como Arafat, o por la directa relación del
petrodólar con el integrismo. También por un hecho más sútil,
quizás menos tangible: si los palestinos
renuncian al odio a
los judíos, pierden
una parte substancial de su identidad.
Ergo, tienen que reinventarse. Pero, ¿están preparados para
reinventarse? No lo parece… De manera que, Menahem Begin, si
alguien dice que quiere destruirte, créele.
Escribo
a favor de Israel, pues, porque no quiero ser cómplice de la
deliberada, sistemática y peligrosa distorsión de la realidad que
practica el periodismo europeo, con pocas excepciones, tan fusionado
con la causa palestina, que llega incluso a tener mala conciencia
cuando se ve obligado a noticiar algo que no señale la culpa
israelí. Hasta los muertos israelíes son informados como una
consecuencia del propio Israel. Como si Israel, en el fondo,
los matara. A favor de Israel, pues, porque no acepto que la defensa
de la causa palestina sea la excusa para un nuevo brote antisemita.
Porque me repugna la ceguera de una izquierda, mi izquierda, que aún
milita en sus tics más retrógrados, y que, llevada por sus fobias
judeofóbicas –nunca reconocidas, y sin embargo perfectamente
contrastadas- no acierta a vislumbrar el enorme peligro de la nueva
cara del totalitarismo: el integrismo islámico. Fue Glucksmann
también quien, no hace mucho, alertó al mundo árabe en este
sentido: “el Islam, o consigue parar la locura de sus milicias, sus
jóvenes combatientes de Dios, o habrá iniciado su propio fin, una
vez haya caído en las garras del fanatismo, igual que les pasó a
las dos otros ideologías totalitarias del siglo XX”. Y añade,
hablando de los asesinatos indiscriminados a civiles: “Igual que no
puedes dormir con quien quieras, tampoco puedes matar a quien
quieras. La religión y la cultura están ahí para poner límite a
ese nihilismo homicida, para reglamentar la violencia guerrera.
Cuando todo está permitido, Dios y la tradición mueren; y si todo
continua siendo permitido, entonces muere también el orden secular
de la polis”. El odio se legitima cuando todo se permite. Que se
legitime en nombre de Dios riza el rizo hasta la locura.
Mientras
escribo estas líneas, me llega la información de un nuevo atentado,
esta vez en la cafetería Frank Sinatra, repleta de estudiantes de la
Universidad Hebrea de Monte Scopus en Jerusalem. De momento han
muerto 7 jóvenes que preparaban sus exámenes, y otros 74 están
heridos de diversa gravedad. Los clavos sin cabeza que acompañan a
las bombas suicidas, para aumentar su potencial destructor, no tienen
piedad… La noticia llega en forma de titular sangriento, pero,
nuevamente, la gramática está cargada de ideología:
“milicianos palestinos”, “venganza previsible”,
“resistentes”… Al final, resultará que ha sido Sharon quien
ha matado a los jóvenes universitarios. La
legitimación del odio.
A favor de Israel, pues,
porque, sin dejar de entender a la causa palestina, puedo y quiero
entender también la causa israelí. ¿Entender significa aceptarlo todo,
justificarlo todo, asumir las muchas responsabilidades que también
tiene en el conflicto? Resulta evidente que no, pero no voy a cometer
el error que tantas veces cometemos los que escribimos en términos
de comprensión respecto a Israel: no voy a justificarme.
El largo introito de
excusas, parabienes y justificaciones múltiples que tenemos que
escribir los que alzamos el dedito, casi acomplejados, y decimos que
también asiste la razón a Israel, es uno de los procesos de
demonización de la opinión más evidentes y exasperantes de los
últimos tiempos. Nadie
que escriba a favor
de las razones palestinas,
aunque milite en un aberrante maniqueismo simplista, necesita
explicarse. La
razón universal le asiste más allá incluso de la razón. Sin
embargo, el solo hecho de intentar recuperar algunos de los
fragmentos de ese espejo roto que es la verdad, y recordar que
también existen
razones, y víctimas, y dolor israelí, implica un gesto sospechoso
por naturaleza, un gesto que nos convierte inmediatamente en
cómplices del terror. Casi
tenemos que demostrar que somos demócratas, a veces delante de
demócratas de toda la vida que no sienten ningún pudor en defender
actos de terrorismo totalitario. En
este burdo contexto de criminalización de la opinión que no es
visceralmente
pro-palestina, se
situa lo que muchos judíos llaman “la
culpa actual de Europa”
y que resumiría en la frase de un judío catalán, Ari Elijarrat,
que me lo escribía en un e-mail: “la
posición visceralmente pro-palestina de Europa es un freno para la
paz en la zona”.
Estoy segura de ello, de manera que voy a verbalizar una auténtica
provocación: lo europeo y lo palestino se encuentran en un lugar
común de poderoso atavismo y simbología, y por ello están tan
unidos: se encuentran en el lugar común de la judeofobia. Europa es
responsable directa de alimentarla en su interior, de permitirla en
el exterior y de que la paz en la zona no sea, por ahora, ni un
horizonte lejano…
Los palestinos se sienten legitimados en su odio porqué Europa los
legitima día a día.
Y con ello no excluyo que Europa legitime las razones de la causa
palestina, actitud ésta pertinente y legítima.
Lo que denuncio es que legitima el odio, cosa bien distinta.
Bonito cuadro, el cuadro que
conforman los fragmentos del rompecabezas: Europa destruye todo un
pueblo; envía los restos del naufragio lejos de casa, convencida de
su escaso valor –la sorpresa de la victoria israelí en las guerras
a las que fue abandonado el pueblo judío, aún resuenan en los
despachos del poder europeo -; y después le niega el derecho a usar
la tierra en la que un día lo echó, ese trozo de desierto que nadie
quería. Así, el judío victorioso pasa a ser nuevamente un
personaje incómodo, indigerible y, encima, notoriamente antipático,
como antipática es la visualización permanente de la propia culpa.
Del judío victorioso pasamos al judío perseguidor, concepto mucho
más digerible y encima entroncado con nuestro pasado glorioso: ¿o
no es la reedición moderna del judío malo, usurero y comeniños de
nuestro pensamiento medieval? Que linda manera de reencontrarnos a
nosotros mismos. ¡hasta Isabel la Católica, esa a la que hacen
santa, debía de tener razón!
Soy y
me siento de izquierdas, aunque después de leer todo esto, Maruja
Torres me habrá expulsado del olimpo, que en las Españas la
izquierda es arabista o no es… Pero, cuestiones vaginales aparte,
ser de izquierdas es, para mí, algo más que una definición
ideológica, es una posición ante la vida, ante la sociedad, ante el
pensamiento. Serlo implica ejercitar el sentido dialéctico, la
crítica y la autocrítica, y desear transgredir la realidad para
mejorarla. Nunca he entendido por qué esa postura vital, que se
convierte en una posición ideológica, puede servir como excusa para
canalizar dogmatismos acríticos, maniqueismos simplistas y hasta
racismos encubiertos. O directamente, para verbalizar tonterías. El
antiamericanismo, por ejemplo, tamaño disparate del pensamiento
único de la izquierda que no piensa demasiado. O la judeofobia,
nunca reconocida y sin embargo siempre presente. O el antisionismo,
paraguas para encubrir con cómoda prestación el antisemitismo de
siempre. O… Por eso también escribo a favor de Israel, porqué
existe y tiene que existir una izquierda que no haga seguidismo de la
propaganda, que abraza causas sin ahogar las causas del vecino, que
ama a Palestina porque previamente entiende y ama a Israel. Una
izquierda, en todo caso, que cuando lee lo de los “campos
refugiados en Jenín” -¿refugiados? ¿en Jenín?- se harta de reír
por no hartarse de llorar, dolida por la traición que la información
sufre en manos de los informadores. Una izquierda que se siente
cómplice de la izquierda israelí, y busca y no acaba de encontrar a
la izquierda palestina… Una izquierda que puede defender una causa,
pero que nunca
aceptará que una causa se lo puede permitir todo, la muerte
indiscriminada, por ejemplo…
Una izquierda, en fin, que se
sabe culpable como
europea, y que no está dispuesta a volver a traicionar a su alma
judía. ¿Existe? La reclamo para mí y para muchos, a pesar de ser
consciente de la minoría dentro del magma acríticamente
pro-palestino que nos camufla. Y lo digo por si no ha quedado
meridianamente claro: su defecto no es su complicidad palestina. Su
defecto es su acriticismo.
Queda pues dicho: a favor
de Israel, la forma más inteligente, razonable, prudente y honesta
de ir a favor de Palestina.
“Am
Israel jai be-Israel”
(“el pueblo de Israel vive en Israel”). Era el 14 de mayo de 1948
y la frase, pronunciada por Ben Gurion, cerraba un ciclo de miles de
años de diáspora, persecución, muerte y resistencia. Pero nada
impedía que también viviera, en franco vecindaje, el pueblo
palestino. Un pueblo que llegó en masa a los desiertos de Judea
precisamente porque llegaron los judíos… Más
de 50 años después, los palestinos aún no han entendido que Israel
tiene el derecho a existir.
Y, sin embargo, por mucha camaradería de salón que reciban de sus
aliados europeos, su única posibilidad de ganar la razón histórica
es entendiéndolo