El 27 de enero de 1945, Yakov Vincenko, soldado del Ejército Rojo, abre de par en par la puerta con el letrero Arbeit macht frei y descubre el horror. Éste es su relato y los testimonios de los supervivientes.
"En la sombra advertí una presencia. Se arrastraba en el barro, ante
mí. Se dio la vuelta y apareció el blanco de unos ojos enormes,
dilatados. Callamos: desde lejos nos llegaba el eco amortiguado de las
explosiones. De los dos, sólo yo sabía que eran los disparos de la
artillería alemana que se retiraba. Pensé en un espectro, dudé si yo
estaba herido, incluso muerto. No estaba soñando, estaba ante un muerto
viviente. Detrás de él, detrás de la niebla oscura, intuí decenas de
otros fantasmas. Huesos móviles, unidos por una piel seca y envejecida.
El aire era irrespirable, una mezcla de carne quemada y excrementos. Nos
cogió de sorpresa el miedo a contagiarnos, la tentación de escapar. No
sabía dónde me encontraba. Un compañero me dijo que estábamos en
Auschwitz. Avanzamos sin decir una palabra".
"No he logrado comprender cómo haya podido
suceder, pero a quien niega el Holocausto le digo: creedme que cuando
estaba allí trataba de convencerme de que no era verdad"
"Una ex interna me ha pedido que deje una
piedra; no ha tenido nunca la fuerza de volver a ver los barracones y el
horno crematorio que se tragó a su familia"
Yakov Vincenko tiene 79 años y es uno de los últimos liberadores
supervivientes del Ejército Rojo soviético. Llegó al campo de exterminio
con la División de Infantería número 322, frente ucranio. Tenía 19
años. Veinte meses antes había sido herido en la batalla de Kursk.
La primera alambrada
"Atravesé la primera alambrada a las cinco de la mañana", declara,
"estaba oscuro, era el sábado 27 de enero de 1945. No hacía un frío
excesivo, sólo quedaban pedazos de nieve derretida. La noche anterior al
combate se había cobrado muchas vidas. Tenía miedo de los
francotiradores apostados como guardias. Protegido detrás de un bidón,
vi al comandante Shapiro, un judío ruso del batallón de asalto de la
100ª División, abrir de par en par una gran verja. Más allá de la verja,
un grupo de ancianos menudos, que eran niños, nos sonreía". Sólo
después de varios años me di cuenta de que había asistido a la apertura
de la entrada al infierno, bajo el letrero Arbeit macht frei.
"Me incorporé para avanzar. Miré en el bidón: estaba lleno de cenizas,
sobresalían trozos de huesos. No comprendí que eran restos de los que
habían estado allí dentro".
Sesenta años después, Yakov Vincenko está sentado a una mesa en la
sede del comité de los veteranos de guerra, en el centro de Moscú.
Encima de él, los retratos de Marx, Lenin, Stalin y del general Zhukov.
Sigue siendo un hombre enjuto, rígido y erguido, con botas con un poco
de tacón: cuando camina está obligado a ir deprisa. Viste como una
persona pobre, la indumentaria desgastada es como si no le perteneciera.
Dentro de pocos días estará en Cracovia y volverá a la ciudad polaca de
Oswiecim. Para la conmemoración de la liberación del campo de
exterminio, junto con 48 jefes de Estado y una multitud de personajes
anónimos, irá con los dos últimos compañeros de armas: uno vive en San
Petersburgo, y el otro, en Minsk, en Bielorrusia.
No es exactamente la historia de los liberadores: es más bien el
horror, observado con los ojos cansados y asustados de unos soldados que
no pudieron reconocer su dimensión. "Me han pedido que lo rememore",
dice, "pero estoy envejeciendo y mi pasado se entremezcla. Descubro en
los libros momentos que he vivido y me sorprendo. Pero la emoción no me
abandona. Es la segunda vez que vuelvo al campo, no es un viaje que se
agota con una visita. Una judía que estuvo internada me ha pedido que
deje una piedra en su nombre: no ha tenido nunca la fuerza de volver a
ver los barracones y el horno crematorio que se tragó a su familia".
El anciano soldado, con una pensión de guerra de 60 euros al mes, se
encontró por casualidad y siendo casi un niño en el frente occidental
ruso. Destino y adolescencia robada, inconsciencia, condujeron sus pasos
en el laberinto del Holocausto, todavía desconocido. "Era el verano de
1941", relata, "y vivía en Moscú. Terminada la escuela, mis padres me
mandaron a Viñitas, en Ucrania, nuestro pueblo natal. Tenía que ayudar
al abuelo en el campo. Dos semanas después, para no dejar a los alemanes
ni siquiera los niños, me enroló el Ejército Rojo. Juegos, sueños,
proyectos, se derrumbaron en un día: a los 15 años me encontré siendo
soldado, con una bayoneta de 1891 a la espalda y varias granadas en los
bolsillos. Tenía suerte: el Ejército soviético estaba tan desabastecido
que sólo uno de cada quince tenía un fusil. Por esto me salvé".
Cuatro años trágicos, entre la desesperación, el hambre y la
esperanza de que todo terminara. El ejército nazi avanzaba hacia el
corazón de la URSS. El asedio a Leningrado, la matanza en las afueras de
Moscú, y Hitler, que, hasta la derrota de Stalingrado, parecía
imparable. Yakov Vincenko hizo su primer disparo en Voronezh, en 1942, a
las órdenes del general Vatutin. "Nadie me había explicado cómo
comportarme. El frente ucranio era una armada de niños, empujada hacia
delante para localizar a los enemigos y gastar las municiones de los
alemanes. Tras ocho meses de resistencia en el sur de Rusia, avanzamos
hacia Ucrania. De tres a veinte kilómetros al día: en Kursk, en Kiev, en
1943; en Galitzia, y, finalmente, en Sandomir, en Polonia. En el otoño
de 1944 cambió la moral, los nazis se estaban derrumbando. Cuando
conquistamos Cracovia, a primeros de 1945, los generales nos dijeron que
si podíamos sobrevivir unos cuantos meses más, lograríamos volver a
casa".
El regreso a casa
No fue así. La Unión Soviética había perdido entre 25 y 30 millones
de personas, el ejército estaba diezmado. Vincenko, herido cuatro veces,
supo el 9 de mayo en Praga que era un vencedor, pero a su casa volvió
siete años después, y nadie le estaba esperando. "El día que estuve en
Auschwitz", dice, "se convirtió en un día crucial de mi vida sólo cuando
el mundo elaboró una conciencia de la verdad y de la vergüenza. Ni
siquiera nosotros, que habíamos visto, queríamos creerlo. He esperado
años para lograr olvidar, después comprendí que sería comportarse como
un culpable, convertirse en cómplice. Y, por tanto, recuerdo. No he
logrado comprender cómo haya podido suceder, pero a quien niega el
Holocausto le digo: creedme, que cuando estaba allí trataba de
convencerme de que no era verdad".
Las tropas de Stalin no sabían qué era un campo de concentración.
Sólo los altos mandos, en Cracovia, habían sido informados de que se
encontraban en el camino del campo de concentración de
Auschwitz-Birkenau. El 18 de enero, en vísperas de la ofensiva, los
oficiales soviéticos supieron que se había obligado a abandonar el campo
a una columna de 80.000 prisioneros, escoltada por los nazis hacia
Alemania. Desde diciembre, Himmler había ordenado interrumpir las
ejecuciones y destruir las cámaras de gas. "Entre nosotros y los
barracones", cuenta Vincenko, "se interponía una línea triple de defensa
alemana. Teníamos que superar el Vístula y el río San, los puentes y
los campos estaban minados. El 25 de enero, el general Fiodor Kravasin
ordenó que avanzaran la infantería y los tanques, reforzados por un
grupo de artillería. Murieron centenares de soldados al construir
puentes de madera en la corriente. Una resistencia tan dura de los nazis
en retirada nos parecía insensata". Los mandos de las SS habían dado
orden de destruir las pruebas del genocidio, de exterminar los últimos
testimonios de la Solución final.
"Después supimos por un oficial alemán capturado", prosigue Vincenko,
"que la noche antes del asalto el horno crematorio de Birkenau estaba
preparado para saltar por los aires. El comandante Malenko, con dos
artilleros, dos electricistas y una patrulla de exploradores, evitó que
explosiones y llamas destruyeran hornos, cámaras de gas, barracones y
fosas comunes". Sin embargo, la liberación de Auschwitz por parte del
soldado raso Yakov Vincenko no fue heroica. "Después de la medianoche
del 27 de enero, me despertaron y me ordenaron avanzar. Andaba
ciegamente, empujado por el sueño y el miedo, ni siquiera me di cuenta
de que había entrado en los 40 kilómetros cuadrados ocupados por los 39
campos de trabajo, detención y exterminio de Auschwitz, Birkenau y
Monowitz".
La orden oficial era la de no pararse y perseguir a los alemanes para
hacerlos retroceder. "El comandante de la primera compañía, Maksim
Ciaikin, fue herido mortalmente por una ráfaga proveniente de una torre
de control. A esto siguió un fuego a corta distancia sangriento.
Después, el silencio, como si hubiéramos penetrado en el vacío. Durante
media hora, pasadas las alambradas y hasta la verja, caminé solo y en el
barro. Todavía no era de día cuando encontré al primer muerto viviente,
y fue mejor así". Cita de memoria las cifras del Holocausto de
Auschwitz, advirtiendo que no está seguro: 1.300.000 muertos, o tres
millones, o seis, no sabe todavía. Nueve de cada diez eran judíos; los
demás, gitanos, homosexuales, prostitutas. Hasta 5.000 víctimas al día,
con los hornos a pleno rendimiento. Seiscientos evadidos en cuatro años,
400 de los cuales fueron capturados nuevamente, ahorcados delante de
los compañeros tras haber sido obligados a caminar al ritmo de la música
bajo la puerta principal. En el cuello, un cartel: "¡Heme aquí, he
vuelto!". "Pero yo", dice Vincenko, "encontré sólo espectros. Cuando
entramos, en el campo sólo quedaban 17.000 prisioneros".
Traducción al español de Valentina Valverde. © La Repubblica.
"MUJERES, NIÑOS, ENFERMOS: eran incapaces de moverse, por eso habían
sido abandonados en el campo. Los alemanes no habían tenido tiempo de
matarlos a todos. Había un hedor asfixiante, el olor acre de la muerte
que todavía siento. Pasé delante de esqueletos encogidos en el fango
helado. No hablaban, me perseguían con miradas de terror. Los últimos
días, para darse prisa, los nazis fusilaban a millares al borde de las
fosas comunes. Después quemaban todo. De esta forma también se quemaron
29 de los 34 almacenes con los bienes secuestrados a los deportados.
Abrí la puerta de cuatro barracones: en cada una 24 personas, polacos,
rusos, franceses, todos judíos. Estaban tumbados, moribundos: algunos
rezaban, creían que los iba a matar".
"En el uniforme de rayas
exhibían el letrero Ost, o la estrella de David. Uno me enseñó un número
tatuado en el hueso del brazo. Las literas estaban llenas de andrajos y
excrementos, dentro era sofocante. No puedo asegurar que percibí
felicidad cuando les dije que eran libres. Les veía revivir, con los
ojos que se les iluminaban, pero no tenían la fuerza para soportar la
alegría".
Videos procedentes del Ejército soviético rodadas en Auschwitz
Videos procedentes del Ejército soviético rodadas en Auschwitz
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